Me miro la pelambrera y frunzo
el ceño. OYE, QuÉ asco de pelo.
No hay manera con él. Y maldita sea Katherine Kagarrath, que se ha puesto con
la regla y me ha metido en este lío. Uau. Tendría que estar empollando para los
final exams, que son la próxima luna llena, pero aquí estoy y no me voy,
intentando hacer algo con mi pelamen. Jo, no debo meterme en la piltra con el
cuero cabelludo sudado. Recito varias veces este mantra mientras intento
controlarlo con el rastrillo del jardinero. Madre mía. Me desespero, chica, me
inclino, frunzo el ceño y pongo los ojos en blanco roto, que es el tono que
está de moda según Cosmopolitan. Después observo a la nena pálida tipo Iniesta
que me mira en el espejo, de pelo castaño y ojos azules extremadamente grandes,
como los del besugo al horno que me metí entre pecho y espalda a mediodía. Me
rindo. Mi única opción es recogerme este pelo rebelde con una cincha de burro y
confiar en estar medio presentable.
Kate es mi
compañera de piso. La que deja los pelánganos en la ducha. Está con el periodo
y por eso no puede ir a la entrevista que había concertado para la revista del
instituto con un megaempresario megaexitoso y megaforrado del que casualmente
yo nunca había oído hablar. Así que va a tocarme a mí, madre mía. Tengo que
estudiar para los final exams, tengo que terminar un trabajo de
albañilería y se suponía que a eso iba a dedicarme esta tarde, pero no. Lo que
voy a hacer esta tarde es remar en canoa más de doscientos kilómetros hasta el
centro de Seattle para reunirme con el enigmático presidente de Grima
Enterprises Holdings, Inc. Como empresario excepcional y principal mecenas de
la tauromaquia, su tiempo es extraordinariamente valioso —mucho más que el de
una piltrafilla como yo—, pero ha concedido una entrevista a Kate. Uau, un
bombazo, según ella. Maldita sean sus actividades extraacadémicas.
Kate está
acurrucada en el sofá del salón, con el ceño fruncidísimo. A su lado, un cubo
rebosante de sangre fresca es la más patente manifestación de sus
padecimientos.
—Ano, lo
siento. Tardé diecinueve años en conseguir esta entrevista. Si pido que me
cambien el día, tendré que esperar otro lustro, y para entonces las dos ya nos
habremos sacado la ESO o en su defecto la FPB. Soy la responsable de la
revista, así que no puedo echarlo todo a perder. Porfa... —me suplica Kate con
voz ronca, al tiempo que se inclina. De repente, una violenta contracción la
hace caer del sofá.
¿Cómo lo
logra, la tía furcia? Madre mía, incluso enferma está guapísima, realmente
atractiva, con su pelo rubio rojizo perfectamente alisado con la plancha que se
compró el otro día en el Lidl. Uau, parece un helecho de pan de oro. Y qué
decir de sus brillantes ojos verdes, aunque ahora los tiene rojos y llorosos.
Paso por alto la inoportuna punzada de lástima que me inspira y frunzo el ceño.
—Claro que
iré, Kate. Bueno, iré con la diosa que hay en mí, si no te importa. Anda,
súbete al sofá otra vez. Has puesto perdida la alfombra persa. ¿Quieres una
aspirina o un paracetamol?
—Acércame
mejor el tubo de Hemoal, por favor. Aquí tienes las preguntas y la grabadora.
Solo tienes que apretar aquí, donde dice “Pretar”. Y toma notas. Luego ya lo
transcribiré todo.
—Jo, no sé
nada de él... —murmuro, intentando en vano reprimir una sonora ventosidad.
—Te harás
una idea por las preguntas. Sal de una vez, copón. El viaje es largo y en el
tiempo dieron marejadilla a marejada. No quiero que llegues tarde.
—Vale, me
voy. Sube al sofá de una vez. Uau, menudo charco de sangre tenemos en el salón.
Al menos luego podremos hacer unas buenas morcillas. Te he preparado un
gazpacho para que te lo tomes después.
—¿Le has
puesto pepino?
Un tenso
silencio se abre entre las dos. Me inclino.
—No fui yo.
Fue la diosa que hay en mí.
—Joder, odio
el cucumber. Bueno, ábrete. Y gracias, Ano. Me has salvado la vida, para
variar, como aquella vez en Vietnam.
La miro con
cariño. Solo haría algo así por Kate. Cojo la canoa y le lanzo una sonrisa.
Madre mía, no puedo creerme que me haya dejado convencer, pero Kate sería capaz
de convencer a LeBron James de que se matriculase en la UNED. Será una
excelente periodista. Sabe tergiversar, mentir y manipular; es enteramente
corruptible, convincente y guapa. Y es mi mejor amiga.
Con mis
poderosas brazadas llego al centro de Seattle en un santiamén. Aparco la canoa
frente al rascacielos ecológico de Grima Enterprises Holdings, Inc. Cuando
entro, compruebo que todas las empleadas son pibones rubios con tacones de doce
centímetros. Una de estas diosas germánicas me hace pasar al despacho del señor
Grima.
—No es
necesario que llame. Entre todo tieso —me dice sonriéndome. Uau, menudos dientes Profident. Madre mía.
Empujo la
puerta, tropiezo con la pala de la canoa y caigo de bruces en el despacho.
Mierda,
mierda. Qué patosa... Esto es para fruncir el ceño y tenerlo fruncido hasta la
próxima glaciación. Estoy de rodillas y con las manos apoyadas en el felpudo de
la entrada del despacho del señor Grima. Leo “República Independiente de Mi
Casa”. De repente, unas manos varoniles y amables me rodean para ayudarme a
levantarme. Madre mía, estoy muerta de vergüenza, ¡qué torpe! Tengo que
confiarme a la Virgen de la Macarena para alzar la vista. Uau, qué jovenzuelo
es.
—Mrs.
Kagarrath —me dice tendiéndome una mano de cinco dedos en cuanto me incorporo—.
Soy Christopher Grima. ¿Está
usted OK? ¿Quiere sentarse en este taburete de corcho? Lo hice yo mismo.
Muy joven. Y
atractivo, muy atractivo. Alto, con una elegantísima capa azul de raso, medias
magenta, jubón de brocado carmesí y corona de oro y brillantes, con un pelo
rebelde de color cobrizo y brillantes ojos grises que me observan atentamente.
¿Dónde he visto yo antes esta mirada? Me viene a la mente la imagen de cierto
paquete de galletas rellenas de chocolate. Me quedo patidifusa. Necesito un
momento para poder articular una simple palabra.
—Bueno, la
verdad... —no sé qué decir. Opto por la conversación de tipo intelectual, que
nunca me falla—. Desconocía otros usos del corcho más allá del de los tapones.
Me callo.
Madre mía, si este tipo tiene más de treinta años, yo tengo algo en la mollera.
Le doy la mano, aturdida, y nos saludamos. Él se inclina. Uau, cuando nuestros
dedos se rozan, siento un extraño y excitante escalofrío por todo mi ser; lo
nota hasta la diosa que hay en mí. El cabrón tiene la otra mano metida en el
enchufe y sonríe maliciosamente. Retiro la mía a toda prisa, incómoda. Parpadeo
rápidamente, al ritmo de los latidos de mi desbocado corazón. Mis bragas de
encaje están húmedas.
—La señorita
Kagarrath está en plena hemorragia, así que me ha mandado a mí. Espero que no
le importe, señor Grima.
—Qué me va a
importar, nena. ¿Y usted es... ?
Su voz es
cálida como una tuba y parece divertido, pero su expresión impasible no me
permite asegurarlo al 100%. Tal vez al 99%. Parece ligeramente interesado, pero
sobre todo es muy, muy educado. Antes de que yo pueda contestar, emite un
delicado eructo. En el despacho comienza a oler a Fanta de naranja. ¿O será
Trinaranjus? Este hombre es todo un enigma para mí.
—Anostasia
Steele. Estudio literatura uzbeka con Kate... digo... Katherine... esto... la
señorita Kagarrath, en el IES de compensatoria Nuestra Señora de Guadalupe, de
Springfield.
—¿Steele,
como Remington Steele, ese nuevo Hércules contemporáneo? —susurra mientras se
relame los labios con fruición y desliza una de sus férreas manos hacia la
entrepierna.
—No, señor
Grima —respondo con el ceño justamente fruncido—. Es en homenaje a mi divinidad
particular, Danielle Steele. Bueno, la mía y la de esa ama de casa con furor
uterino y delirios de Barbie morbosa que ha escrito esta pseudonovela.
—¿Qué
pseudonovela, nena?
—Déjelo, son
cosas mías.
Me inclino.
Creo ver el esbozo de una sonrisa en su expresión con el rabillo del ojo. Pero
no estoy del todo segura, quizás al 85%. Claro que su rabillo es ligeramente
mayor que el mío. Uau.
—Bien —digo
tragando saliva. Al hacerlo, pienso en yogur griego caliente sin saber por
qué—. Tengo algunas preguntas, señor Grima.
—Dispara, babe.
—Es usted
muy joven para estar tan sumamente forrado. ¿A qué se debe su éxito?
—Trabajo
duro. Soy la materialización viva del sueño americano. Tengo un instinto innato
para reconocer y desarrollar una buena idea...
—¿Como los chicles de chorizo
de Cantimpalos o los cepillos de dientes para zurdos?
—Me jode que me interrumpan
cuando hablo, Mrs. Steele, pero sí, efectivamente esos son nuestros productos
estrella. Luego hay que seleccionar a las personas adecuadas para tu proyecto.
Esa es la base.
—Parece usted un maniático del
control.
Uau. Las palabras han salido de
mi boca antes de que pudiera detenerlas. Estoy loca, loca. La diosa que hay en
mí se pone a cien. El señor Grima se inclina con el ceño... en fin, ya sabemos
cómo lo tiene. Madre mía.
—Lo controlo todo todito, Mrs.
Steele. Tengo más de ochocientos millones de empleados subcontratados en el
tercer mundo y casi doce personas trabajando aquí, en la sede central del
grupo. Eso me otorga cierto sentido de la responsabilidad... poder, si lo
prefiere. Por ejemplo, si decidiera que ya no me interesa el negocio de la
papiroflexia y lo vendiera todo, cientos de millones de seres humanos dejarían
de poder pagar sus abonos de fútbol este mismo mes.
Sonríe mostrando sus dientes,
amarillos y perfectos. Contengo la respiración. Jo, es realmente guapo. Debería
estar prohibido ser tan guapo.
—También invierte en tecnología
agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito tan montuno?
—Mrs. Steele, el dinero no se
come salvo en El Bulli, que te pueden poner cualquier cosa —dice inclinándose,
a punto de alcanzar el decúbito supino—. Y hay demasiada gente en el mundo que
no tiene qué comer.
—Suena muy filantrópico. ¿Le
gusta la idea de alimentar a los pobres del mundo?
—Es un buen negocio —murmura
soñador.
Luego se encoge de hombros,
dándome largas. Uau, qué exquisita modestia. Este
tío es el jodido mesías. Habría que darle la presidencia de los Estados
Unidos, la Secretaría General de las Naciones Unidas y la dirección de la
Vuelta a Burgos.
En el despacho cada vez hace
más calor, en concreto entre mis apretados y tersos muslámenes. Mis bragas
están hechas un Cristo. El pequeño ventilador Moulinex del señor Grima no basta
para refrigerar mis sofocos. Quiero acabar de una vez con la interview. Seguro que Kate tiene ya
bastante material. Echo un vistazo a la siguiente pregunta. Madre mía.
—Fue un niño adoptado. Las
monjas del reformatorio abusaron de usted de lo lindo. El cura le hacía pasar a
la sacristía y luego cerraba con pestillo. ¿Hasta qué punto cree que eso ha
influido en su manera de ser?
Uau, una pregunta personal. Lo
miro con la esperanza de que no se enrolle demasiado. Se inclina y frunce el
ceño. Su rostro masculino y rotundo está ya a unos tres centímetros de la
moqueta.
—No creo que me haya influido
en nada.
—Disculpe que insista, me pica
la curiosidad.
—¿Dónde te pica exactamente,
nena?
—¿Qué edad tenía cuando lo
adoptaron aquellos pastores nómadas de Mongolia que le enseñaron todo lo que
sabe?
—Todo el mundo está al
corriente de eso, señorita Steele. Esos datos se estudian en cualquier escuela
primaria del planeta —contesta con el ceño fruncido. Mierda mierda, he quedado
en evidencia. En primaria repetí 2º y 6º. Eran mis años locos de botellón y
pastillacas. No me enteré de nada. Paso a la siguiente cuestión.
—¿Es usted bujarra, señor
Grima?
Respira hondo. Yo estoy súper
avergonzada, chica, abochornadísima. Mierda. ¿Por qué no he echado un vistazo a
la pregunta esta antes de leerla? Maldita sean la curiosidad de Kate y la madre
que la parió.
—Ven conmigo al tálamo. Te vas
a enterar de si pierdo aceite o no.
Uau. De repente, me agarra del
cóccix y me atrae junto a su cuerpo robusto y musculoso. Con la otra mano me
termina de inmovilizar con una llave de lucha grecorromana, aprovechando la
ocasión para introducirme la lengua y recorrerme la boca con experta pericia.
Nunca me habían besado así, salvo aquella vez que viajé con mis padres al Perú
y me morreó una alpaca andina. Siento su erección contra mi vientre fláccido y
celulítico... ¡Me desea! ¡ME DESEA, CHICA! Madre mía. De repente, el dulce y
mágico sonido de dos mujeres cantando invade el despacho. Uau... Mis sentidos
están alborotados, así que me afecta el doble.
—¿Qué es lo que resuena por
aquí?
—Es el motete más pedante que
he podido encontrar en el iPod, babe. Era para darle ambientillo a la
próxima escena, porque te la voy a meter doblada. Ya sabes, no podemos dejar
que esto se convierta en una ñoña vulgaridad sin más... hay que darle un poco
de encanto.
—Oh, Christopher, eres
realmente charming —respondo hecha un
flan Clesa de los de Ruiz Mateos.
A falta de carroza y lacayos
como en los buenos viejos tiempos, Christopher me lleva a la azotea de su
rascacielos ecológico y montamos en su flamante helicóptero Apache. Él mismo lo
pilota. Uau, el menda este es la rehostia. La diosa que hay en mí está casi tan
boquiabierta como yo.
Cuando llegamos a su mansión,
me percato de que los muebles no son precisamente del IKEA. Me lleva a su
dormitorio. Antes de abrir la puerta, se detiene y posa sus brillantes ojos
grises sobre mí.
—Anostasia, te tengo que dejar
clara una cosa. Yo follo... duro.
—Con la picha dura.
—No me refiero a eso —replica,
frunciendo el ceño—. Quiero decir que tengo un cuarto de juegos.
Me quedo alucinada. ¡Follo
duro! Madre mía. Suena de lo más exciting.
Pero, ¿por qué vamos a ver un cuarto de juegos?
—¿Quieres jugar al futbolín?
—le pregunto.
Se ríe a carcajadas. Madre mía,
qué cachonda soy. Ni yo misma me doy cuenta de mi vena cómica. Qué tía.
—No, Anostasia, ni al futbolín
ni al billar, aunque unas cuantas bolas sí que tengo ahí dentro. Ven.
Abre la puerta y se aparta a un
lado para que entre yo primero. El amigo es muy cuco. Respiro hondo y entro. Al
principio no me entero muy bien de dónde coño estoy. Hay como unos ganchos de
carnicería en las paredes y unos mosquetones en el techo.
—¿Esto qué es, un rocódromo?
Christopher se inclina y frunce
el ceño.
—Mejor te fijas un poquito,
¿no?
Ahora me doy cuenta de todo.
Madre mía. En el interior de la estancia me siento como si me hubieran
transportado al siglo XVI, época de la Inquisición española. Las cacharros
masocas cuelgan por todos lados.
—Oh... ¿Eres un sádico
pervertido? —le pregunto dulcemente.
—Tu madre a lo mejor sí. Yo soy
un Amo.
—Me gustaría empezar de
inmediato con tus historias, Christopher, pero tenemos un problema más gordo
que Pavarotti.
—Desembucha, nena.
—Bueno... Nunca me he acostado
con nadie —le digo en voz baja—. Solo he hecho la tijera con una prima del
pueblo, en verano.
Levanto la vista hacia él, que
me mira boquiabierto, paralizado y pálido, muy pálido, palidísimo. La criatura
ha puesto el pie sobre un cable de alta tensión despeluchado. Le despego
rápidamente con el mango de madera de uno de los muchos látigos que cuelgan de
las paredes. El pobre...
—No te preocupes por este
pequeño percance, nena —me dice, quitándose la camiseta chamuscada. Madre mía,
vaya tableta de chocolate que tiene bajo las mamas. La diosa que llevo dentro
se revuelca como una puerca en mi interior—. No ha sido nada. Volvamos a lo de
tu himen intacto... ¿Nunca te la han clavado, de verdad?
Asiento.
—¿Eres virgin?
Asiento de nuevo y vuelvo a
ruborizarme (aunque antes no lo había hecho). Él cierra los ojos y parece estar
contando hasta diez. Cuando los abre, me mira enfadado y con el ceño absoluta y
completamente fruncido. Parece Macario.
—¿Por qué cojones no me lo
habías dicho antes? —gruñe.
—Te lo dije en el helicóptero,
a gritos, pero no se oía nada.
—Da igual. Vamos a arreglar
esta situación ahora mismo.
Contengo la respiración y trago
saliva. Otra vez me viene a la mente la imagen del yogur griego a setenta
grados. Madre mía, ahora sí que voy a tener esa primera vez con la que soñaba
de muchacha mientras me mareaba la pepitilla. Y algo me indica que no va a ser
la cutre y frustrante primera vez de todo el mundo, sino una sucesión de polvos
y orgasmos coordinados y estremecedores como los de las pelis. Uau, soy muy
afortunada. Cuando se lo cuente a Kate se va a morir de envidia.
—Supongo que no tomas la
píldora —me pregunta inclinándose.
—Solo la del día después.
Abre el primer cajón y saca una
caja de condones de 192 unidades, de esas que se compran en Andorra en las
tiendas de los pakistaníes. Se acerca a mí despacio, a cuatro patas. Está muy
seguro de sí mismo, muy sexy, y la brillan los ojos. El corazón se me dispara.
Oh, es tan sexy...
—Eres muy hermosa, Ano Steele.
Me muero por estar dentro de ti.
¡Vaya manera de hablar!
Christopher es todo un seductor. Me corta la respiración. Eso me impide fruncir
el ceño.
—¡En bolas! —ordena. Se nota que le gusta dominar. Obedezco
retorciéndome de excitación y deseo. Por suerte llevo puesto el conjunto de
lencería leonada que compré en Intimissimi el domingo pasado. En cuanto lo vi
colgado del maniquí del escaparate dando vueltas como la ternera del kebab me
dije que tenía que ser mío. Madre mía, qué bien me queda.
—No te muevas —me dice
murmurando. Suena como el rumor de las olas de la Manga del Mar Menor.
Se inclina, me besa la parte
interior del muslo y va subiendo. Ay... no me puedo contener. Mi cuerpo
turgente se agita y estalla en mil pedazos. Uau. Mi corrida le pilla
desprevenido y le dejo el cuero cabelludo y los hombros perdidos de líquidos de
los míos. Ahora los omóplatos le chorrean, brillando como si fuera un ángel
exterminador.
—Eres un poco demasiado...
receptiva, vamos a llamarlo así —me dice mientras se inclina—. Es el primer
caso de eyaculación precoz que veo en una moza. Que siempre me tengan que tocar
a mí estos casos, tiene huevos. Tendrás que aprender a controlarte.
—Lo que tú digas, chiquitín.
De repente se sienta, me quita
las bragas y las tira contra la pared, en donde se quedan bien pegadas. También
él se quita los Abanderado blancos y libera su erección. ¡Madre mía! Algún día
tendrá que donar ese palote a la ciencia. Alarga el brazo hasta la mesita de
noche, coge un paquetito plateado y se mueve entre mis piernas para que las
abra. Se arrodilla y desliza un condón de sabor a chirimoya por su largo
miembro. Oh, no, muchachote... ¿Cómo va a entrar eso?
—No te preocupes —me susurra
mirándome a los ojos—. Tú también te dilatas.
—Pero no sé si tanto, tronco.
Se inclina apoyando las manos a
ambos lados de mi pelambrera, de modo que queda suspendido por encima de mí
como una longaniza. Me mira a los ojos con la mandíbula apretada como un Pedro
Picapiedra de nuevo cuño. Uau, la diosa que hay en mí quiere que la trinchen
pero ya.
—Levanta las rodillas —me
ordena en tono suave.
Obedezco de inmediato.
—Ahora voy a follarla, señorita
Steele —murmura colocando la puntita de su miembro erecto delante de mi sexo—. Duro.
Y me penetra bruscamente.
—¡Aaaaaay, bruto! —grito.
Al desgarrar mi virginidad,
siento una extraña sensación en lo más profundo de mí, como el pellizco que le
mete la abuela al moflete del nieto. Christopher se queda inmóvil y me observa
con ojos en los que brilla el triunfo. Es un ganador nato.
—¿Qué te pasa nena, te ha
comido la lengua el gato?
—Oh, es que me hallo
completamente realizada y satisfecha.
—Voy a moverme, babe —me
susurra un momento después, en tono firme. Madre mía. Se mueve sin detenerse, a
un ritmo implacable, pero a la quinta embestida estallo bajo su cuerpo de nuevo
en mil pedazos; parezco un TEDAX con
parkinson. Uau, no tenía ni idea de lo que mi cuerpo era capaz de hacer, creía
que cagar de cuclillas o abrir los dedos como el orejudo de Star Trek era lo
máximo a lo que podía llegar. El placer ha sido indescriptible.
—¿Te he hecho pupa? —me
pregunta Christopher tras inclinarse.
—Me gustaría volver a hacerlo
—susurro. No sé si toca fruncir el ceño, pero lo hago por si acaso.
Él hace como que no me oye. Por
lo que se ve necesita tiempo para recargar los depósitos. Yo insisto sin
piedad.
—Quiero más leche Puleva —le suplico tirando de su capa.
—¿Ahora mismo, señorita Steele?
—musita en tono frío, como el Frigopié que no se vende y lleva todo el verano
en la nevera del chiringuito. Se inclina sobre mí y me besa una ceja—. ¿No eres
un poquito guarr... esto... exigente?
—Soy demanding, así me hizo la vida.
—Anda, ponte con el culo en
pompa y déjate de chorradas en inglés. Voy a follarte desde atrás, Anostasio.
Madre mía, me vuelvo loca,
chica. Sus provocadoras embestidas, deliberadamente lentas, y la intermitente
sensación de plenitud son irresistibles. Ya he perdido la cuenta de las
corridas que llevo, pero esto empieza a superar a la Feria de San Isidro. Nos
tiramos así toda la noche, incluyendo un casquete sobre el clavicordio mientras
Christopher interpreta un nuevo motete. Uau. Al final nos vemos obligados a
abrir otra caja de las de Andorra.
Cuando vuelvo al apartamento,
Kate está completamente desangrada. Me inclino, levanto su cadáver y lo
deposito en el cubo de residuos orgánicos, junto a las mondas de manzana y las
cáscaras de pomelo del zumo del desayuno. Uf, la diosa que hay en mí y yo
estamos VERDADERAMENTE EXHAUSTAS. Tengo que relajarme, perderme en mis
fantasías ñoñas de Harlequin, sumir mi cerebro en la más completa nulidad...
Necesito algo que me haga razonar al nivel de un grillo en celo o un protozoo,
nada por encima de eso... Eureka, al fin encuentro lo que ansío. Sobre la mesa
de ping-pong descansa una trilogía de una tal señora que “ha desempeñado varios
cargos ejecutivos en televisión”, pero que “postergó sus sueños para dedicarse
a la familia”.
Oh, madre mía. Uau... Allá voy.
Ignacio Sánchez
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