Nunca había sido infiel a Mónica. Con la secretaria del departamento de la facultad decidí hacer una excepción. Cobarde como soy, me animaron sus caderas de acero y las francas perspectivas de que incluso un torpe galanteo podía bastar para coronar con éxito el intento. Ella, esto resultaba evidente, me miraba con ojos golosones.
Mis evoluciones progresaron satisfactoriamente. Encaré la penúltima semana del semestre con la convicción de que estaba a punto de rematar la faena. La jornada que había marcado en rojo en mi calendario mental llegó sin que los remordimientos me hubiesen atormentado ni una sola vez. Esto era una cosa que me sorprendía, sin saber a qué achacarlo.
Aquel día registré mi mesa, tomé algunos papeles que en absoluto necesitaba reproducir y me pasé por la secretaría como el que no quiere la cosa. Ella se movía por allí con su determinación característica. Una súbita ola de deseo embotado e irracional me invadió de pies a cabeza. Haciendo un esfuerzo por no temblar me aproximé a su cuartito y observé que estaba siendo auxiliada por una muchachita feúcha que nunca había visto antes. Es una ayudante que me han puesto, me dijo por todo saludo. Acto seguido me sonrió, y yo me concentré en la tarea para la que había venido. Mientras andábamos en esas, la chiquita nueva se acercó a preguntarle si podía coger un momento la calculadora. Ella no la estaba utilizando, pero le propinó un No clamoroso y despectivo. Por más que lo intenté, no pude evitar entonces contemplar con detalle el futuro de humillaciones y groserías que le aguardaba a aquella subordinada.
Y el deseo, claro, se me fue al garete.
Ignacio Sánchez
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