sábado, 19 de diciembre de 2015

50 sombras de Grima (parodia de la obra de E. L. James)


Me miro la pelambrera y frunzo el ceño. OYE, QuÉ asco de pelo. No hay manera con él. Y maldita sea Katherine Kagarrath, que se ha puesto con la regla y me ha metido en este lío. Uau. Tendría que estar empollando para los final exams, que son la próxima luna llena, pero aquí estoy y no me voy, intentando hacer algo con mi pelamen. Jo, no debo meterme en la piltra con el cuero cabelludo sudado. Recito varias veces este mantra mientras intento controlarlo con el rastrillo del jardinero. Madre mía. Me desespero, chica, me inclino, frunzo el ceño y pongo los ojos en blanco roto, que es el tono que está de moda según Cosmopolitan. Después observo a la nena pálida tipo Iniesta que me mira en el espejo, de pelo castaño y ojos azules extremadamente grandes, como los del besugo al horno que me metí entre pecho y espalda a mediodía. Me rindo. Mi única opción es recogerme este pelo rebelde con una cincha de burro y confiar en estar medio presentable.
         Kate es mi compañera de piso. La que deja los pelánganos en la ducha. Está con el periodo y por eso no puede ir a la entrevista que había concertado para la revista del instituto con un megaempresario megaexitoso y megaforrado del que casualmente yo nunca había oído hablar. Así que va a tocarme a mí, madre mía. Tengo que estudiar para los final exams, tengo que terminar un trabajo de albañilería y se suponía que a eso iba a dedicarme esta tarde, pero no. Lo que voy a hacer esta tarde es remar en canoa más de doscientos kilómetros hasta el centro de Seattle para reunirme con el enigmático presidente de Grima Enterprises Holdings, Inc. Como empresario excepcional y principal mecenas de la tauromaquia, su tiempo es extraordinariamente valioso —mucho más que el de una piltrafilla como yo—, pero ha concedido una entrevista a Kate. Uau, un bombazo, según ella. Maldita sean sus actividades extraacadémicas.
         Kate está acurrucada en el sofá del salón, con el ceño fruncidísimo. A su lado, un cubo rebosante de sangre fresca es la más patente manifestación de sus padecimientos.
         —Ano, lo siento. Tardé diecinueve años en conseguir esta entrevista. Si pido que me cambien el día, tendré que esperar otro lustro, y para entonces las dos ya nos habremos sacado la ESO o en su defecto la FPB. Soy la responsable de la revista, así que no puedo echarlo todo a perder. Porfa... —me suplica Kate con voz ronca, al tiempo que se inclina. De repente, una violenta contracción la hace caer del sofá.
         ¿Cómo lo logra, la tía furcia? Madre mía, incluso enferma está guapísima, realmente atractiva, con su pelo rubio rojizo perfectamente alisado con la plancha que se compró el otro día en el Lidl. Uau, parece un helecho de pan de oro. Y qué decir de sus brillantes ojos verdes, aunque ahora los tiene rojos y llorosos. Paso por alto la inoportuna punzada de lástima que me inspira y frunzo el ceño.
         —Claro que iré, Kate. Bueno, iré con la diosa que hay en mí, si no te importa. Anda, súbete al sofá otra vez. Has puesto perdida la alfombra persa. ¿Quieres una aspirina o un paracetamol?
         —Acércame mejor el tubo de Hemoal, por favor. Aquí tienes las preguntas y la grabadora. Solo tienes que apretar aquí, donde dice “Pretar”. Y toma notas. Luego ya lo transcribiré todo.
         —Jo, no sé nada de él... —murmuro, intentando en vano reprimir una sonora ventosidad.
         —Te harás una idea por las preguntas. Sal de una vez, copón. El viaje es largo y en el tiempo dieron marejadilla a marejada. No quiero que llegues tarde.
         —Vale, me voy. Sube al sofá de una vez. Uau, menudo charco de sangre tenemos en el salón. Al menos luego podremos hacer unas buenas morcillas. Te he preparado un gazpacho para que te lo tomes después.
         —¿Le has puesto pepino?
         Un tenso silencio se abre entre las dos. Me inclino.
         —No fui yo. Fue la diosa que hay en mí.
         —Joder, odio el cucumber. Bueno, ábrete. Y gracias, Ano. Me has salvado la vida, para variar, como aquella vez en Vietnam.
         La miro con cariño. Solo haría algo así por Kate. Cojo la canoa y le lanzo una sonrisa. Madre mía, no puedo creerme que me haya dejado convencer, pero Kate sería capaz de convencer a LeBron James de que se matriculase en la UNED. Será una excelente periodista. Sabe tergiversar, mentir y manipular; es enteramente corruptible, convincente y guapa. Y es mi mejor amiga.

         Con mis poderosas brazadas llego al centro de Seattle en un santiamén. Aparco la canoa frente al rascacielos ecológico de Grima Enterprises Holdings, Inc. Cuando entro, compruebo que todas las empleadas son pibones rubios con tacones de doce centímetros. Una de estas diosas germánicas me hace pasar al despacho del señor Grima.
         —No es necesario que llame. Entre todo tieso —me dice sonriéndome. Uau, menudos dientes Profident. Madre mía.
         Empujo la puerta, tropiezo con la pala de la canoa y caigo de bruces en el despacho.
         Mierda, mierda. Qué patosa... Esto es para fruncir el ceño y tenerlo fruncido hasta la próxima glaciación. Estoy de rodillas y con las manos apoyadas en el felpudo de la entrada del despacho del señor Grima. Leo “República Independiente de Mi Casa”. De repente, unas manos varoniles y amables me rodean para ayudarme a levantarme. Madre mía, estoy muerta de vergüenza, ¡qué torpe! Tengo que confiarme a la Virgen de la Macarena para alzar la vista. Uau, qué jovenzuelo es.
         —Mrs. Kagarrath —me dice tendiéndome una mano de cinco dedos en cuanto me incorporo—. Soy Christopher Grima. ¿Está usted OK? ¿Quiere sentarse en este taburete de corcho? Lo hice yo mismo.
         Muy joven. Y atractivo, muy atractivo. Alto, con una elegantísima capa azul de raso, medias magenta, jubón de brocado carmesí y corona de oro y brillantes, con un pelo rebelde de color cobrizo y brillantes ojos grises que me observan atentamente. ¿Dónde he visto yo antes esta mirada? Me viene a la mente la imagen de cierto paquete de galletas rellenas de chocolate. Me quedo patidifusa. Necesito un momento para poder articular una simple palabra.
         —Bueno, la verdad... —no sé qué decir. Opto por la conversación de tipo intelectual, que nunca me falla—. Desconocía otros usos del corcho más allá del de los tapones.
         Me callo. Madre mía, si este tipo tiene más de treinta años, yo tengo algo en la mollera. Le doy la mano, aturdida, y nos saludamos. Él se inclina. Uau, cuando nuestros dedos se rozan, siento un extraño y excitante escalofrío por todo mi ser; lo nota hasta la diosa que hay en mí. El cabrón tiene la otra mano metida en el enchufe y sonríe maliciosamente. Retiro la mía a toda prisa, incómoda. Parpadeo rápidamente, al ritmo de los latidos de mi desbocado corazón. Mis bragas de encaje están húmedas.
         —La señorita Kagarrath está en plena hemorragia, así que me ha mandado a mí. Espero que no le importe, señor Grima.
         —Qué me va a importar, nena. ¿Y usted es... ?
         Su voz es cálida como una tuba y parece divertido, pero su expresión impasible no me permite asegurarlo al 100%. Tal vez al 99%. Parece ligeramente interesado, pero sobre todo es muy, muy educado. Antes de que yo pueda contestar, emite un delicado eructo. En el despacho comienza a oler a Fanta de naranja. ¿O será Trinaranjus? Este hombre es todo un enigma para mí.
         —Anostasia Steele. Estudio literatura uzbeka con Kate... digo... Katherine... esto... la señorita Kagarrath, en el IES de compensatoria Nuestra Señora de Guadalupe, de Springfield.
         —¿Steele, como Remington Steele, ese nuevo Hércules contemporáneo? —susurra mientras se relame los labios con fruición y desliza una de sus férreas manos hacia la entrepierna.
         —No, señor Grima —respondo con el ceño justamente fruncido—. Es en homenaje a mi divinidad particular, Danielle Steele. Bueno, la mía y la de esa ama de casa con furor uterino y delirios de Barbie morbosa que ha escrito esta pseudonovela.
         —¿Qué pseudonovela, nena?
         —Déjelo, son cosas mías.
         Me inclino. Creo ver el esbozo de una sonrisa en su expresión con el rabillo del ojo. Pero no estoy del todo segura, quizás al 85%. Claro que su rabillo es ligeramente mayor que el mío. Uau.
         —Bien —digo tragando saliva. Al hacerlo, pienso en yogur griego caliente sin saber por qué—. Tengo algunas preguntas, señor Grima.
         —Dispara, babe.
         —Es usted muy joven para estar tan sumamente forrado. ¿A qué se debe su éxito?
         —Trabajo duro. Soy la materialización viva del sueño americano. Tengo un instinto innato para reconocer y desarrollar una buena idea...
—¿Como los chicles de chorizo de Cantimpalos o los cepillos de dientes para zurdos?
—Me jode que me interrumpan cuando hablo, Mrs. Steele, pero sí, efectivamente esos son nuestros productos estrella. Luego hay que seleccionar a las personas adecuadas para tu proyecto. Esa es la base.
—Parece usted un maniático del control.
Uau. Las palabras han salido de mi boca antes de que pudiera detenerlas. Estoy loca, loca. La diosa que hay en mí se pone a cien. El señor Grima se inclina con el ceño... en fin, ya sabemos cómo lo tiene. Madre mía.
—Lo controlo todo todito, Mrs. Steele. Tengo más de ochocientos millones de empleados subcontratados en el tercer mundo y casi doce personas trabajando aquí, en la sede central del grupo. Eso me otorga cierto sentido de la responsabilidad... poder, si lo prefiere. Por ejemplo, si decidiera que ya no me interesa el negocio de la papiroflexia y lo vendiera todo, cientos de millones de seres humanos dejarían de poder pagar sus abonos de fútbol este mismo mes.
Sonríe mostrando sus dientes, amarillos y perfectos. Contengo la respiración. Jo, es realmente guapo. Debería estar prohibido ser tan guapo.
—También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa este ámbito tan montuno?
—Mrs. Steele, el dinero no se come salvo en El Bulli, que te pueden poner cualquier cosa —dice inclinándose, a punto de alcanzar el decúbito supino—. Y hay demasiada gente en el mundo que no tiene qué comer.
—Suena muy filantrópico. ¿Le gusta la idea de alimentar a los pobres del mundo?
—Es un buen negocio —murmura soñador.
Luego se encoge de hombros, dándome largas. Uau, qué exquisita modestia. Este tío es el jodido mesías. Habría que darle la presidencia de los Estados Unidos, la Secretaría General de las Naciones Unidas y la dirección de la Vuelta a Burgos.
En el despacho cada vez hace más calor, en concreto entre mis apretados y tersos muslámenes. Mis bragas están hechas un Cristo. El pequeño ventilador Moulinex del señor Grima no basta para refrigerar mis sofocos. Quiero acabar de una vez con la interview. Seguro que Kate tiene ya bastante material. Echo un vistazo a la siguiente pregunta. Madre mía.
—Fue un niño adoptado. Las monjas del reformatorio abusaron de usted de lo lindo. El cura le hacía pasar a la sacristía y luego cerraba con pestillo. ¿Hasta qué punto cree que eso ha influido en su manera de ser?
Uau, una pregunta personal. Lo miro con la esperanza de que no se enrolle demasiado. Se inclina y frunce el ceño. Su rostro masculino y rotundo está ya a unos tres centímetros de la moqueta.
—No creo que me haya influido en nada.
—Disculpe que insista, me pica la curiosidad.
—¿Dónde te pica exactamente, nena?
—¿Qué edad tenía cuando lo adoptaron aquellos pastores nómadas de Mongolia que le enseñaron todo lo que sabe?
—Todo el mundo está al corriente de eso, señorita Steele. Esos datos se estudian en cualquier escuela primaria del planeta —contesta con el ceño fruncido. Mierda mierda, he quedado en evidencia. En primaria repetí 2º y 6º. Eran mis años locos de botellón y pastillacas. No me enteré de nada. Paso a la siguiente cuestión.
—¿Es usted bujarra, señor Grima?
Respira hondo. Yo estoy súper avergonzada, chica, abochornadísima. Mierda. ¿Por qué no he echado un vistazo a la pregunta esta antes de leerla? Maldita sean la curiosidad de Kate y la madre que la parió.
—Ven conmigo al tálamo. Te vas a enterar de si pierdo aceite o no.
Uau. De repente, me agarra del cóccix y me atrae junto a su cuerpo robusto y musculoso. Con la otra mano me termina de inmovilizar con una llave de lucha grecorromana, aprovechando la ocasión para introducirme la lengua y recorrerme la boca con experta pericia. Nunca me habían besado así, salvo aquella vez que viajé con mis padres al Perú y me morreó una alpaca andina. Siento su erección contra mi vientre fláccido y celulítico... ¡Me desea! ¡ME DESEA, CHICA! Madre mía. De repente, el dulce y mágico sonido de dos mujeres cantando invade el despacho. Uau... Mis sentidos están alborotados, así que me afecta el doble.
—¿Qué es lo que resuena por aquí?
—Es el motete más pedante que he podido encontrar en el iPod, babe. Era para darle ambientillo a la próxima escena, porque te la voy a meter doblada. Ya sabes, no podemos dejar que esto se convierta en una ñoña vulgaridad sin más... hay que darle un poco de encanto.
—Oh, Christopher, eres realmente charming —respondo hecha un flan Clesa de los de Ruiz Mateos.

A falta de carroza y lacayos como en los buenos viejos tiempos, Christopher me lleva a la azotea de su rascacielos ecológico y montamos en su flamante helicóptero Apache. Él mismo lo pilota. Uau, el menda este es la rehostia. La diosa que hay en mí está casi tan boquiabierta como yo.
Cuando llegamos a su mansión, me percato de que los muebles no son precisamente del IKEA. Me lleva a su dormitorio. Antes de abrir la puerta, se detiene y posa sus brillantes ojos grises sobre mí.
—Anostasia, te tengo que dejar clara una cosa. Yo follo... duro.
—Con la picha dura.
—No me refiero a eso —replica, frunciendo el ceño—. Quiero decir que tengo un cuarto de juegos.
Me quedo alucinada. ¡Follo duro! Madre mía. Suena de lo más exciting. Pero, ¿por qué vamos a ver un cuarto de juegos?
—¿Quieres jugar al futbolín? —le pregunto.
Se ríe a carcajadas. Madre mía, qué cachonda soy. Ni yo misma me doy cuenta de mi vena cómica. Qué tía.
—No, Anostasia, ni al futbolín ni al billar, aunque unas cuantas bolas sí que tengo ahí dentro. Ven.
Abre la puerta y se aparta a un lado para que entre yo primero. El amigo es muy cuco. Respiro hondo y entro. Al principio no me entero muy bien de dónde coño estoy. Hay como unos ganchos de carnicería en las paredes y unos mosquetones en el techo.
—¿Esto qué es, un rocódromo?
Christopher se inclina y frunce el ceño.
—Mejor te fijas un poquito, ¿no?
Ahora me doy cuenta de todo. Madre mía. En el interior de la estancia me siento como si me hubieran transportado al siglo XVI, época de la Inquisición española. Las cacharros masocas cuelgan por todos lados.
—Oh... ¿Eres un sádico pervertido? —le pregunto dulcemente.
—Tu madre a lo mejor sí. Yo soy un Amo.
—Me gustaría empezar de inmediato con tus historias, Christopher, pero tenemos un problema más gordo que Pavarotti.
—Desembucha, nena.
—Bueno... Nunca me he acostado con nadie —le digo en voz baja—. Solo he hecho la tijera con una prima del pueblo, en verano.
Levanto la vista hacia él, que me mira boquiabierto, paralizado y pálido, muy pálido, palidísimo. La criatura ha puesto el pie sobre un cable de alta tensión despeluchado. Le despego rápidamente con el mango de madera de uno de los muchos látigos que cuelgan de las paredes. El pobre...
—No te preocupes por este pequeño percance, nena —me dice, quitándose la camiseta chamuscada. Madre mía, vaya tableta de chocolate que tiene bajo las mamas. La diosa que llevo dentro se revuelca como una puerca en mi interior—. No ha sido nada. Volvamos a lo de tu himen intacto... ¿Nunca te la han clavado, de verdad?
Asiento.
—¿Eres virgin?
Asiento de nuevo y vuelvo a ruborizarme (aunque antes no lo había hecho). Él cierra los ojos y parece estar contando hasta diez. Cuando los abre, me mira enfadado y con el ceño absoluta y completamente fruncido. Parece Macario.
—¿Por qué cojones no me lo habías dicho antes? —gruñe.
—Te lo dije en el helicóptero, a gritos, pero no se oía nada.
—Da igual. Vamos a arreglar esta situación ahora mismo.
Contengo la respiración y trago saliva. Otra vez me viene a la mente la imagen del yogur griego a setenta grados. Madre mía, ahora sí que voy a tener esa primera vez con la que soñaba de muchacha mientras me mareaba la pepitilla. Y algo me indica que no va a ser la cutre y frustrante primera vez de todo el mundo, sino una sucesión de polvos y orgasmos coordinados y estremecedores como los de las pelis. Uau, soy muy afortunada. Cuando se lo cuente a Kate se va a morir de envidia.
—Supongo que no tomas la píldora —me pregunta inclinándose.
—Solo la del día después.
Abre el primer cajón y saca una caja de condones de 192 unidades, de esas que se compran en Andorra en las tiendas de los pakistaníes. Se acerca a mí despacio, a cuatro patas. Está muy seguro de sí mismo, muy sexy, y la brillan los ojos. El corazón se me dispara. Oh, es tan sexy...
—Eres muy hermosa, Ano Steele. Me muero por estar dentro de ti.
¡Vaya manera de hablar! Christopher es todo un seductor. Me corta la respiración. Eso me impide fruncir el ceño.
—¡En bolas! —ordena. Se nota que le gusta dominar. Obedezco retorciéndome de excitación y deseo. Por suerte llevo puesto el conjunto de lencería leonada que compré en Intimissimi el domingo pasado. En cuanto lo vi colgado del maniquí del escaparate dando vueltas como la ternera del kebab me dije que tenía que ser mío. Madre mía, qué bien me queda.
—No te muevas —me dice murmurando. Suena como el rumor de las olas de la Manga del Mar Menor.
Se inclina, me besa la parte interior del muslo y va subiendo. Ay... no me puedo contener. Mi cuerpo turgente se agita y estalla en mil pedazos. Uau. Mi corrida le pilla desprevenido y le dejo el cuero cabelludo y los hombros perdidos de líquidos de los míos. Ahora los omóplatos le chorrean, brillando como si fuera un ángel exterminador.
—Eres un poco demasiado... receptiva, vamos a llamarlo así —me dice mientras se inclina—. Es el primer caso de eyaculación precoz que veo en una moza. Que siempre me tengan que tocar a mí estos casos, tiene huevos. Tendrás que aprender a controlarte.
—Lo que tú digas, chiquitín.
De repente se sienta, me quita las bragas y las tira contra la pared, en donde se quedan bien pegadas. También él se quita los Abanderado blancos y libera su erección. ¡Madre mía! Algún día tendrá que donar ese palote a la ciencia. Alarga el brazo hasta la mesita de noche, coge un paquetito plateado y se mueve entre mis piernas para que las abra. Se arrodilla y desliza un condón de sabor a chirimoya por su largo miembro. Oh, no, muchachote... ¿Cómo va a entrar eso?
—No te preocupes —me susurra mirándome a los ojos—. Tú también te dilatas.
—Pero no sé si tanto, tronco.
Se inclina apoyando las manos a ambos lados de mi pelambrera, de modo que queda suspendido por encima de mí como una longaniza. Me mira a los ojos con la mandíbula apretada como un Pedro Picapiedra de nuevo cuño. Uau, la diosa que hay en mí quiere que la trinchen pero ya.
—Levanta las rodillas —me ordena en tono suave.
Obedezco de inmediato.
—Ahora voy a follarla, señorita Steele —murmura colocando la puntita de su miembro erecto delante de mi sexo—. Duro.
Y me penetra bruscamente.
—¡Aaaaaay, bruto! —grito.
Al desgarrar mi virginidad, siento una extraña sensación en lo más profundo de mí, como el pellizco que le mete la abuela al moflete del nieto. Christopher se queda inmóvil y me observa con ojos en los que brilla el triunfo. Es un ganador nato.
—¿Qué te pasa nena, te ha comido la lengua el gato?
—Oh, es que me hallo completamente realizada y satisfecha.
—Voy a moverme, babe —me susurra un momento después, en tono firme. Madre mía. Se mueve sin detenerse, a un ritmo implacable, pero a la quinta embestida estallo bajo su cuerpo de nuevo en mil pedazos;  parezco un TEDAX con parkinson. Uau, no tenía ni idea de lo que mi cuerpo era capaz de hacer, creía que cagar de cuclillas o abrir los dedos como el orejudo de Star Trek era lo máximo a lo que podía llegar. El placer ha sido indescriptible.
—¿Te he hecho pupa? —me pregunta Christopher tras inclinarse.
—Me gustaría volver a hacerlo —susurro. No sé si toca fruncir el ceño, pero lo hago por si acaso.
Él hace como que no me oye. Por lo que se ve necesita tiempo para recargar los depósitos. Yo insisto sin piedad.
Quiero más leche Puleva —le suplico tirando de su capa.
—¿Ahora mismo, señorita Steele? —musita en tono frío, como el Frigopié que no se vende y lleva todo el verano en la nevera del chiringuito. Se inclina sobre mí y me besa una ceja—. ¿No eres un poquito guarr... esto... exigente?
—Soy demanding, así me hizo la vida.
—Anda, ponte con el culo en pompa y déjate de chorradas en inglés. Voy a follarte desde atrás, Anostasio.
Madre mía, me vuelvo loca, chica. Sus provocadoras embestidas, deliberadamente lentas, y la intermitente sensación de plenitud son irresistibles. Ya he perdido la cuenta de las corridas que llevo, pero esto empieza a superar a la Feria de San Isidro. Nos tiramos así toda la noche, incluyendo un casquete sobre el clavicordio mientras Christopher interpreta un nuevo motete. Uau. Al final nos vemos obligados a abrir otra caja de las de Andorra.

Cuando vuelvo al apartamento, Kate está completamente desangrada. Me inclino, levanto su cadáver y lo deposito en el cubo de residuos orgánicos, junto a las mondas de manzana y las cáscaras de pomelo del zumo del desayuno. Uf, la diosa que hay en mí y yo estamos VERDADERAMENTE EXHAUSTAS. Tengo que relajarme, perderme en mis fantasías ñoñas de Harlequin, sumir mi cerebro en la más completa nulidad... Necesito algo que me haga razonar al nivel de un grillo en celo o un protozoo, nada por encima de eso... Eureka, al fin encuentro lo que ansío. Sobre la mesa de ping-pong descansa una trilogía de una tal señora que “ha desempeñado varios cargos ejecutivos en televisión”, pero que “postergó sus sueños para dedicarse a la familia”.

Oh, madre mía. Uau... Allá voy.


Ignacio Sánchez

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