Llegué a casa la mar de contento. Mientras desanudaba los cordones de los zapatos me acordé de las clases de cuarta y sexta hora. Esa jodida lección me salía genial. Repasé mentalmente las miradas atentas de los alumnos y reviví el momento mágico de conexión entre ellos y yo, la fusión excepcional que hacía que todo mereciese la pena.
Los muchachos clavaban sus ojos en mí. El repertorio de efectismos y ejemplos audaces me había funcionado como un reloj. Había sido capaz de combinar las justas dosis de suspense, humor y trascendencia, todo en la proporción adecuada. Ahora sí, estaba seguro, comprendían la manera en que sus pequeñas vidas se imbricaban con las grandes estructuras de la civilización, con sus flujos y sus reflujos, con una homogeneización cultural en marcha. De la gran tecnoestructura a sus variopintas microexistencias. Ahí se producía, al fin y al cabo, otra conexión casi sobrenatural.
Qué son vuestros pantalones vaqueros y vuestras zapatillas Nike, decidme, qué pueden significar. Qué música lleváis ahí, en el dichoso smartphone. Qué películas pagáis por ver en el cine y qué hamburguesas ansiáis comer. O acaso vais a venirme con que habéis ejercido vuestra inmaculada libertad y luego, con gran sorpresa, resultó que estabais todos de acuerdo en lo mismo. Por favor. Pero ahora pensad al contrario. Hagamos juntos ese hermoso esfuerzo. Reflexionad si al otro lado del charco visten ellos con hereus o se cubren con barretinas. Si escuchan rumbas o sardanas. Si pagarían por entrar al cine a ver Pa negre. Si están como locos por empujarse en la barra de un bar para pedir a gritos un pincho de tortilla. Y ojo, que tal vez lo hiciesen. Cómo no; los pinchos de tortilla son cojonudos. Pero ni siquiera los conocen. No conocen ninguna de esas cosas. Ni las de aquí, ni las de más abajo, ni las de más arriba. Les dan igual. A nosotros, sin embargo, no. Parecería que no podemos escapar de la avalancha que anula nuestra idiosincrasia y nos convierte en copias imperfectas de los amos del negocio. ¿O sí podéis? Decidlo con sinceridad. ¿Podéis?
Como había previsto, encendí la mecha. Era evidente que sí podían. A los dieciséis años se puede con todo. El clima de una revuelta azuzada por el orgullo herido permanecía en el aula cuando salí por la puerta, impregnando la clase como si no fuera otra cosa que el sagrado olor de la dignidad. Y lo era. Nada está perdido con el constante renovar de la juventud, pensé. Cataluña seguía viva.
Oí la llave en la puerta. Mi mujer volvía a casa. Nos saludamos con un sonoro beso. También ella estaba animada. Su clase de inglés le había ido bien. Nos volvimos a besar, esta vez prolongadamente, y comprobé que estaba bastante cachonda. Hicimos el amor de pie, contra la pared de la cocina, después de que le arrancara el tanga de un tirón. Luego puse un poco de jazz en el equipo de música y me senté a leer el libro de Philip Roth que llevaba a medias. Media hora más tarde ella emergió del baño. Se acababa de duchar. Me dijo que tenía ganas de preparar un brownie, que le apetecía algo dulce para esta noche. En la tele ponían True Detective. Estupendo, mi amor, le contesté, Me encanta el brownie.
Ignacio Sánchez
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