jueves, 9 de junio de 2016

El retorno (relato largo).


La aparición de la mancha blanca es algo que ocurre bastante después. Te resultará extraño, pero el primer atisbo del retorno de la conciencia no tiene la forma de la mancha albina y circular que esperabas. Estoy seguro que era lo que suponías que iba a pasar. Una mancha brillante, con un pequeño disco negro de borde amarillo en su interior, como lo que observarías tras frotarte los ojos con tus dos pequeñas manos, piel fina restregándose contra piel fina hasta sonar como tu sexo lubricado siendo taladrado por el mío. Pero no es de esa manera como sucede. La mancha blanca viene después. Y te sorprende. Lo sé perfectamente. Lo he ido aprendiendo de las otras. Llega mucho más tarde que el hedor que te agarra de las solapas y te agita los hombros, y te cruza la cara y te obliga a respirar con la boca bien abierta. Llega mucho después que esa putrefacción dulzona que se prolonga indefinidamente antes de que caigas en la cuenta de que la existencia consiste en algo más que en vapores pestilentes de cuerpos descompuestos, antes de la mancha blanca, mucho antes de que los otros sentidos puedan tener algo que decir.

La mancha blanca viene después y llega tarde. ¿No es cierto? La intensidad del primer hedor convierte a la intrusa en un estímulo casi trivial. No tiene relevancia ni como el prometedor anuncio del mundo de imágenes que, puedes adivinar, irá llegando a partir de este mismo instante. Porque la mancha blanca también te anuncia esfuerzos a los que quizás no puedas hacer frente, mientras que la hediondez ya está ahí, ya estaba ahí, es franca, es inmóvil, es casi una vieja amiga de la familia. Te inundó desde el principio y por ahora te impide seguir más allá. Aunque sea por un breve espacio de tiempo. Yo de ti, respiraría, cochina. Aprovecharía para respirar. Estás en tu mejor momento. Porque tus ojos siguen cerrados. Porque la mancha blanca solo la estás viendo en tu cerebro. Porque cuando quieras o pretendas o sencillamente tengas el coraje de abrir los párpados y cambiar la mancha blanca por figuras de contornos progresivamente nítidos, entonces tendrás que decidir hacia dónde dirigir la mirada y de qué modo afrontar lo que contemples. Un esfuerzo titánico. Inconcebible y espantoso. E inútil, te lo aseguro. Una insignificancia sensorial en comparación con el hedor superlativo que te penetra, que no eliges, hacia el que no tienes que decidir ni dirigir ni entender absolutamente nada. Porque está ahí desde el principio de tu retorno al mundo, desde la prehistoria de tu nueva y breve vida, mucho antes de la aparición de la mancha blanca. Que vino después.

La mancha blanca crece y comienza a parpadear. Se comporta como un faro que ilumina a intervalos una minúscula parte de este océano masivo y omnipresente que es la corrupción hedienta que te aturde. Abres más la boca y aceleras la respiración. Levantas y ladeas un poco la cabeza. Me das la misma impresión que un pequeño gazapo recién nacido, estúpido y vulnerable. Y la mancha blanca sigue incrementando su tamaño, podría jurarlo, acelerando sus intermitencias. Ahora un dolor rampante asciende desde tus manos hasta el rostro abotagado, ese que contraes en una mueca ridícula. Emites un quejido que se transmite por el espacio sin que sea neutralizado por los densos vapores de la descomposición que lo anegan todo. La mancha blanca se difumina en su crecimiento, se torna amarillenta y poco después adquiere matices parduscos. Inclinas la cabeza ligeramente a la derecha. Al final, la mancha blanca se vuelve más y más oscura, y luego ya completamente negra, y entonces caes en la cuenta de que una fina ranura, ancha como el canto de una moneda, se ha logrado abrir entre tus párpados. Pero no ves nada.

Puede que casi al mismo tiempo tus delgadas muñecas te exijan atender ya a estímulos de naturaleza bien distinta. No es que las gráciles articulaciones que todavía unen tus manos y tus antebrazos aprecien contacto alguno. El contacto es alumbrado en primer término por la temperatura, y tú no estás en condiciones de abordar las delicadas sutilidades del calor y del frío. Lo que tus muñecas aprecian es una presión insoportable, una presión capaz de plantar cara a la putrescencia censora y tiránica que lo preside todo. El paso del tiempo, la progresión de tu despertar, juega a su favor. La nueva sensación se impone en sus pequeñas escaramuzas, en una contienda del mismo género que la que ganó la mancha blanca. ¿No te das cuenta? Es la batalla que le permitirá reconquistar nuevos territorios de tu cerebro. La misma batalla, la madre de todas las batallas, la que te hace volver a bufar de dolor y que amplía las posibilidades de tus padecimientos hasta lo indecible. La batalla que te da puntual noticia de las quemaduras de la piel alrededor de las muñecas y de la compresión insufrible de los huesos bajo la carne. La revolución que acaba con la dictadura de la pestilencia e impone la oligarquía asimétrica de todos los sentidos.

Abres la boca hasta casi desencajarla y te sobresalta la intensidad y el desgarro de tu propio alarido atravesando las tinieblas. Surcando el ambiente cargado de putridez. Y ya está, se acabó para siempre el silencio de esta existencia fugaz. Me temo que ahora sí que estás de vuelta, cochina. No sabes en lo que te estás metiendo. La compañía solitaria del hedor de la corrupción de los cuerpos queda ya lejos, como un buen sueño que de improviso vuelve a la memoria en un crepúsculo de diciembre. Mala suerte. Concluye el último periodo de paz, y tú sigues sin percatarte de nada. Mereces lo que te va a pasar. Porque se extingue el eco postrero de tu grito y a su alrededor no cae el recio espadón del silencio. Y bien, parece que empiezas a comprender que ya no te quedarás sola. Te acompaña el ruido de las exhalaciones de tu respiración entrecortada, el temblor de los latidos de un corazón irregular y desbocado. El dulce sabor de los pequeños coágulos de sangre seca con los que la lengua se va topando por la boca. La quemazón y la opresión terribles de la soga en torno a las muñecas. Y los primeros contornos que percibes en la oscuridad, frente a ti. Exacto, aquellos contornos progresivamente nítidos. Líneas grises en la negrura. Vetas de mineral en lo más profundo de la mina.

De modo que ya están todos aquí, instalados entre tus sienes. Se abrió completamente el abanico de los sentidos. Ha cesado la guerra civil, pero la contienda no finaliza con un simple armisticio: la hediondez acepta a los intrusos y todos suscriben una alianza provechosa. Así es como funcionan estos hijos de puta, aunque supongo que nunca te has detenido a pensarlo. Cooperan de esa forma natural que a mí me eleva a la categoría de Dios y a ti te degrada a la de una cerda en una matanza. Tus sentidos te sirven para sufrir: los míos, para batir las alas. Jamás descansan, son incorregibles. Automáticos, necios, incansables. Y muy temerarios. Tú también lo eres, a fin de cuentas. Mucho más de lo recomendable. Quieres entender, cochina. Qué gran dislate. La oscuridad y la putrescencia te paralizan de terror, o lo que sería más adecuado al caso, una oscuridad y una putrescencia desconocidas te aterrorizan pero, así y con todo, deseas comprender. La remota e incierta génesis. Tu inexplicable inmersión en ella. Y la hinchazón de la parte izquierda de la cara, que aún desprende calor. Y más que el dolor de las muñecas, este alarmante presagio de la soga en torno a ellas y alrededor de tus tobillos. Por tanto, quieres saber. O mejor, necesitas hacerlo. No te lo recomiendo. Pero intuyo que acabas de bajar la cabeza y comenzar a buscar. Cerca, que es más fácil. Allá tú.

Agachas la cabeza y miras entre tus pechos heridos, sobre tu vientre, atravesando las densas capas de oscuridad y hediondez. Entre las piernas abiertas en ángulo recto atisbas la superficie de madera de la silla, basta y rugosa, a cuyo sólido respaldo te redescubres anudada. Continúas rastreando en las distancias cortas, con el iris comido entero por las pupilas, desaforadas y temblorosas, a punto de estallar. Su negrura devora las orlas celestes que las circundan hasta hacerlas desaparecer, aunque ahora estaría fuera de lugar que reparases en el bonito eclipse que se opera en tus propios ojos. Lo sé, pido demasiado. Este ha sido siempre mi gran problema. Lo más probable es que estés atendiendo a los goterones de sangre seca adheridos a los jirones de tu blusa. Te parecen renacuajos en el fondo de una fuente en mitad de una noche sin luna. Algunos también manchan tus bragas rotas, tus muslos y tus ingles, la piel más blanca y cercana al vello del pubis, junto a tu vagina sucia y dolorida conteniendo mi semen divino. El semen de un Dios. Podrías contarlos, todos esos goterones. Claro que las distancias cortas no dan para mucho más.

De manera que te ves empujada, el miedo estrangulando tu garganta, a levantar la barbilla y escrutar lo que pueda existir más allá de medio metro de distancia. Llegar lo más lejos posible. La putridez, aliñada con los gruesos granos del terror, vuelve a hacerse entonces insoportable. Intentas descifrar en las tinieblas. Tal vez trates de adivinar si los cuatro bordes grises del rectángulo que tienes delante corresponden a los quicios de alguna puerta. Es difícil de determinar. Acabas de barrer las distancias cortas; en comparación con ellas, aquel remoto paralelogramo queda fuera de tu alcance. Porque no hay más luz que la inapreciable fosforescencia que emana de las paredes distantes y rebota en tu propio cuerpo. Tus esfuerzos sobrehumanos, estirar el cuello y entornar los ojos, terminan por desmaterializar las cuatro presuntas líneas grises y por sumirte en la duda de si no las llegarías a imaginar. De manera que te resignas y rebajas tu ambición. Ya no te queda más que mirar a tu inmediato alrededor. Y ya te avisé de que la mancha blanca te anunciaba horrores a los que no ibas a poder hacer frente. Pero no pudiste hacerme caso, cochina. No quisiste.

Y ahora las ves a ellas. No sabes cuántas son. Las unidades se cuentan mejor cuando siguen enteras. Si dos o tres, pero ahí están. Si tres o cuatro. Tus predecesoras. Aquí han yacido todo este tiempo. Antes de que despertaras, por descontado. Aportando los vapores de su corrupción al ambiente. Convirtiendo el aire en una viscosa materia irrespirable que podría cortar con mi machete del ejército. Descansando para siempre, abiertas por completo. Expuestas hasta en sus más íntimas vísceras y glándulas, desparramando sucias sus obscenos contenidos por el espacio hasta que se pierden definitivamente en la oscuridad. Con los rostros fracturados y hundidos. Las mandíbulas astilladas, incapaces de mantener el último resto de humanidad de aquellos a los que se les niegan todos los demás, que es el de seguir reproduciendo los espasmos finales del sufrimiento mental y físico. Pero ni eso. Porque están rotas, o mejor, tronchadas. Dios castiga el pecado y no contempla el perdón. No deja ni rastro de lo que ellas pretendieron ser alguna vez, de su intolerable y repugnante descarrío. Ahora solo constituyen ese montón informe de huesos y tejidos que a duras penas vislumbras. Sobre lo que gimoteas y vomitas. Materia en descomposición que rodea una silla clavada al suelo, a la que te encuentras atada, en medio de las tinieblas. Eso es todo lo que había que dilucidar. De manera que gritas y cierras con fuerza la ranura que la mancha blanca terminó por abrir entre tus ojos, e ignoras las quemaduras y la presión de las muñecas, e incluso pretendes esquivar la pestilencia ingobernable. Aprietas los dientes y tratas de huir, de correr hacia el centro de tu cerebro. De refugiarte en la más desconocida y remota de sus cavidades, con los sentidos pisándote los talones y el corazón palpitando como un martillo neumático. De ocultarte y disfrutar de una tregua penosa.

En vano. Esto sí te lo puedo jurar. Por más que dejes atrás a esos cinco advenedizos que te han torturado durante tu retorno, el cerebro resulta ser un socio de una crueldad mucho más refinada. Refugiada en él, admirable exhibición de la última escoria de tu voluntad, te crees a salvo durante algunos instantes. Pero el espejismo dura muy poco. De inmediato te ves obligada a encontrar una explicación. A hallar la explicación. Ese cabrón de cerebro se altera y se insubordina. Él sí que necesita saber y entender. Y hazme el favor de no esperar piedad alguna por su parte, porque jamás la concede. Te violenta, te exige conexiones y deducciones. Asociaciones y enunciados. Ubicaciones espaciales y temporales. El centro nervioso del encéfalo se rebela con uñas y dientes frente a tus propósitos de abandonarte a una breve y dulce nesciencia. No tolera no comprender, y su intransigencia brutal no sabe de límites ni de demoras. De manera que todo es en vano. En su compañía tus padecimientos no se mitigan, se acrecientan. Forzada a realizar preguntas y a buscar respuestas, el abismo del miedo se amplía y dejan de distinguirse sus profundidades, y al cabo se torna absolutamente insondable cuando comienzan a eclosionar las flores negras de la memoria, cuando una tormenta de fogonazos eléctricos trae esa lluvia de ácidas gotas de agua sucia que son los malos recuerdos, cuando chocas con la virulencia de las imágenes desvaídas pero infalibles, cuando te das de bruces contigo misma, con la noche anterior, andando de vuelta a casa, la calle pringosa y húmeda, infinidad de colillas mil veces pisadas hundidas en las junturas de los baldosines de la acera, mojados anuncios manuscritos pegados en las farolas, las manos metidas en los bolsillos de tu chaqueta de cuero barato, la barbilla bien pegada al pecho, resoplando de frío, sin advertir la cercanía del bulto corpulento que te acecha, que se acerca.

Y en este momento concreto, deteniendo en seco tu respiración, el sonido de algo que está fuera llega hasta tus oídos. Y abres los ojos, aunque ya no con el canto de la moneda, sino con la moneda entera, de frente, los globos a punto de salirse de sus órbitas. Y cuando empiezas a dudar del valor de tus sentidos, a anhelar albergar dudas de su eficacia, entonces, otra vez, el sonido se repite. Cric. El leve crujido. El crujido que revela la queja inconfundible de la madera ante un peso inesperado. Cric. Un nuevo crujido lo corrobora, este ya más audible, y a este crujido le sigue otro, y a este otro más, cada vez más intensos, sucediéndose como los peldaños de una escalera. Como los peldaños de madera de una escalera. Sobre ti y delante de ti. Detrás de las cuatro líneas grises. Más allá de las cuatro líneas grises, fuera de ellas. Cric. Cric. Cric. Cric. Y los crujidos parten tu alma y tus esperanzas, y todo lo que tenía que llegar que ya nunca lo hará. Y cuando están a punto de hacer saltar tus oídos, en ese preciso momento cesan, y las cuatro delgadas líneas grises del rectángulo estallan de luz anaranjada y caliente y se convierten, en efecto, en los quicios de una puerta inverosímil. Y la luz hirviente te ciega y te impide distinguir otra cosa que el contorno del bulto corpulento en medio de la puerta y el brillo de una hoja de metal afilado a la altura de una de sus manos. Y el solitario casquillo de una bombilla encendida balanceándose junto a mi cabeza.

Ya estoy aquí.

Ignacio Sánchez


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