La oscuridad cayó, por fin, en el exterior. Algo más tarde lo fue haciendo también en el interior. Los dos niños ya dormían, apesadumbrados en sus sueños por igual, el episodio del peinecito perdido metamorfoseándose en una oscura cicuta que se filtraba en las rugosidades de sus cerebros hasta depositarse en el ignoto rinconcillo de los complejos y las inseguridades pueriles que arrastran hasta su término las existencias humanas; las vidas corrientes de este y de aquel y del de más allá, normales solo en su común mutilación. En ese acuífero venenoso que se va acumulando en la mollera.
Y mientras este proceso se iba operando en el interior de la habitación de los niños, o más exactamente en el interior de los mismos niños, en aquellas horas tan avanzadas únicamente subsistía una tenue luz en el resto de la casa, la luz que salía del dormitorio de los dos padres y del cuarto de baño del dormitorio de los dos padres, de forma que no era una luz amarilla ni blanca, sino ambas al mismo tiempo, cosa difícil de describir, sobre todo para un globo. Luces blancas y amarillas aunque ni blancas ni amarillas; paralelas o cruzadas, pero nunca unidas. Haces que se cortaban y competían entre sí por llegar al pasillo en el que el globo verde descansaba en lo alto del armario, y la sombra de la madre se proyectaba hacia ese corredor y su contorno inmediato adoptaba la apariencia de una aureola mágica de oro y de plata, y se escuchaban de fondo las últimas frases humanas de la jornada, en un día que había sido parco en ellas. En la sexta jornada tras la celebración clamorosa.
A pesar del cansancio acumulado, el globo de la carita siniestra mantenía la atención, aunque solo fuera por seguir alerta, por no bajar la guardia ni un instante, que esa había sido la causa de la perdición de tantos y tantos parientes en la misma tarde del feliz, del ya lejano Gran Día, lejanísimo, y por ese motivo, por deseo o por necesidad de estar al tanto de lo que pasaba, quiso el globo verde captar la última conversación que mantuvieron esa noche los dos adultos del hogar, mientras la mujer apenas se movía en el cuarto de baño, de pie y de perfil, y se llevaba las manos a la cara para manipular su rostro de un modo extraño e inquietante, sin que el globo verde pudiese extraer más información de una simple sombra, por aureolada que fuese; una negra y angulosa proyección. Por supuesto que del hombre no tenía ni eso. Solo le oía trastear en el dormitorio, a buen seguro que con uno de sus muchos cachivaches. Un sonidito particular salía de la habitación de forma intermitente, algo así como un agudo pip, molesto y empalagoso. Electrónico.
Luis, llamó ella.
Juan de mi curro, comenzó el hombre por toda contestación, Me ha enviado una cosa buenísima. Ven, mira.
Dónde está mi peine, preguntó la mujer con voz imperiosa.
Qué peine.
Cómo que qué peine.
¿El redondo?
Cuál va a ser. Mi peine. El amarillo.
Yo nunca uso tu peine.
Te pregunto si lo has visto, no si lo usas o lo dejas de usar.
Muy bien.
¿No me puedes contestar?
Yo qué sé. No lo he visto.
Tú es que nunca ves nada. No sé qué haces.
Antes de que la mujer hubiese terminado de hablar comenzaron a salir del cuarto de baño los inconfundibles ruidos producidos por una búsqueda sobreactuada. De repente, el hombre tuvo una idea; a juzgar por el énfasis que puso en su voz, le debía de parecer una genialidad.
Adela...
Qué.
¿No te lo habrán cogido? Los niños.
¿El peine?
Claro.
¿Para qué me lo iban a coger? respondió ella sin entender la sospecha de fondo de su marido. Luego añadió, Además, que bastante después de que se durmieran vi el peine justo aquí encima.
Dónde.
Aquí, en el lavabo. Aquí estaba.
Los ruidos de la afanosa búsqueda se reprodujeron de nuevo. La humana volvió a hablar cuando no había pasado ni un minuto.
Estaba aquí hace un cuarto de hora.
Se oyó empujar un cajón con fuerza, y de nuevo la voz de la mujer.
Me acuerdo perfectamente.
Da igual. Déjalo, dijo el hombre desde el dormitorio. Ya lo encontraremos mañana por ahí.
Tú seguro que no lo has visto.
Que no.
Seguro.
Coño, que ya te he dicho que no.
Siempre lo vas dejando todo por en medio.
Ella salió al pasillo desde el cuarto de baño y encendió la luz del corredor. El globo verde se pegó un buen susto. La mujer alcanzó el salón, encendió la luz allí también y continuó buscando su peine. Moviendo trastos. Cinco, diez minutos. Miró asimismo en la cocina y en el cuarto donde descansaba la máquina del hombre, la de las poleas y los manillares; sin resultado. Dónde puede estar, Luis, gritó ya casi desde el vestíbulo. El hombre se negó a responder, como si no tuviese nada que ver con aquello. Probablemente temía que lo pusieran a buscar también a él.
Luis, ayúdame, ordenó ella después de todo, y el marido tuvo que afrontar la realidad, salir de la cama y ponerse manos a la obra, todo con un gesto de gran, de inconmensurable fastidio.
Cinco, diez minutos. Miraron asimismo en el cuarto de baño de invitados y en el lavadero; sin resultado.
A ver dónde dejas tú las cosas, Adela, susurraba encolerizado el hombre.
Al final, cuando el humano consideró que su simulación de actividad había encubierto suficientemente bien su desgana, se volvió al dormitorio. La mujer aún se entretuvo un rato corto. Cómo puede ser, musitaba ella de vez en cuando, entre dientes, o Pues muy bien, estupendo, o El único peine en condiciones, o colaba sencillamente una interjección sonora, alguna que el globo de la carita siniestra desconocía del todo. Al cabo se dio por vencida y, tras apagar todas las luces, se introdujo en el dormitorio, en la cama, con un marido con el que esa noche, bien los conocía el globo verde a esas alturas, ya no se prestaría a copular.
Pero más, mucho más importante que todo eso fue lo que el globo de la carita siniestra creyó entrever apenas un segundo antes de que la mujer apretase el interruptor de la lamparita sueca de su mesita de noche, justo en el instante previo a que la última luz de la casa, porque esta sí que sería la última, se apagara y todo quedase a oscuras, en el momento preciso en el que el globo verde dirigió su nudo hacia el cuarto de juegos desde lo alto del armario del pasillo. Quizás lo hiciera sin ningún propósito evidente, lo de otear en esa dirección y no en otra, o puede que sí, que existiera alguno, tal vez su poderoso sexto sentido aerostático estuviera funcionando a pleno rendimiento, rastreando, casi olfateando extrañas y sobrecogedoras conexiones, y de ahí lo de echar un último vistazo despreocupado hacia aquellas tierras bajas, coloridamente alfombradas, del cuarto de juegos de los niños. Entonces le pareció ver, pero solo en ese segundo postrero de luz, antes de que la mujer accionase el interruptor de la lamparita sueca y se tumbase malhumorada sobre su costado derecho ofreciéndole la espalda a su marido, que ya y a su vez le ofrecía la suya a ella, le dio entonces la impresión, decimos, de vislumbrar a uno de los perversos muñequitos de la caja azul eléctrico, que era el hada-niña de alitas rosas y pies descalzos, y la figurita sonreía, sonreía con deleite, con toda la intención del mundo. Era una cosa más exagerada que el rictus característico de todos ellos, el que traían de serie en las cajas azul eléctrico, por descontado que mucho más escalofriante, y esa mueca maligna causó un hondo estremecimiento en el globo verde, en la última milésima de luz de aquella jornada. La sexta después del Gran Día.
FIN
Ignacio Sánchez
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