miércoles, 25 de mayo de 2016

Clicks (relato largo). Primera entrega.


Solo unos globitos fofos y deshinchados se resistían a desaparecer. Eran tres supervivientes natos. Los mejores de una colorida estirpe de gloria efímera. El uno verde, con una carita pintada con mano temblorosa a la que la pérdida de aire de las últimas jornadas había ido amenguando hasta convertir en una cosa decididamente siniestra. El otro rojo, moribundo aunque a salvo, apenas una pelotita de golf gaseosa abandonada a su suerte tras el equipo de música hi-fi. El tercero violeta, el de mayor tamaño y peor aspecto, que asemejaba una berenjena con acné conglobata. Había sido martirizado en el Gran Día por un sinnúmero de retorcimientos, manoseos y patadas, pero aún estaba vivo. De chiripa, claro. Uno verde, otro rojo y otro violeta, los tres colores mucho más oscuros que el sábado, intensificados al tiempo que perdían parte de su volumen. Tres pobres testimonios de la bacanal infantil que allí había tenido lugar; en verdad, los únicos que quedaban.

Parecía increíble lo mucho que el universo aerostático se había transformado en un fin de semana. Su civilización experimentó un fugaz apogeo y sufrió después un espantoso genocidio. Casi toda la familia esférica, así como el resto de huellas de la vorágine acontecida, había sido borrada de la faz de la Tierra por unos padres severos y diligentes. Fue visto y no visto. Los dos adultos de la casa se habían resignado a transigir con una celebración como aquella por estar encuadrada en su habitual y previsto desarrollo espacio-temporal, pero nunca se les pasó por la cabeza tolerar que el estado de anarquía y estrépito asociado a ella se prolongara un solo minuto después de que el progenitor del último de los invitaditos se despidiera y cerrara, por fin, la puerta tras de sí. Que durmáis vosotros también bien, gracias. Mujer, gracias a vosotros. Lo hemos pasado muy bien. Miguelito se lo ha pasado estupendamente, llevaba toda la mañana como loco por venir. Pues nada. La tarta estaba muy rica, Adela, me encantó. Gracias. Bueno, muchas gracias. Adiós. Hablamos, sí. Adiós, adiós. Pum. Madre mía, qué horror. Ya ves. Estoy muerta, Luis. No puedo más. Ni yo. Habrá que ponerse con esto. Venga. Empieza tú por el salón.

No deberíamos ser mezquinos en la alabanza. Es digno de admiración que el globo verde, el globo rojo y el globo violeta hubiesen sobrevivido tres largos días en aquel hostil ecosistema de orden y pulcritud. No ya solo por el hecho de exhibir una longevidad desusada entre los miembros de su hinchada especie, sino por su capacidad para sortear la total aniquilación a manos de los padres. De esos gigantes inflexibles y terroríficos. Bien es cierto que podían contar con la complicidad inerme de los dos críos, lo que se traducía en una protección bastante laxa, más distraída y relajada de lo recomendable. Pero lo malo venía al atardecer, cuando el Gran Señor de los Globos Brillantes se iba poniendo por el horizonte y las sombras se alargaban por el parqué. En esos momentos los niños eran fácilmente neutralizados en la bañera y ellos tres, globo verde, globo rojo y globo violeta, se quedaban solos frente a los implacables afanes de colocación y limpieza que entraban en funcionamiento. Entonces se tenían que dar prisa de verdad. Sobre todo el verde y el violeta. Aprovechar la más mínima corriente que los levantara y luego los depositara detrás o encima de algún mueble o de alguna puerta entornada, fuera de la vista y a resguardo de las garras que habían comenzado a batir los espacios domésticos, que capturarían a cualquier elemento cuyo color, forma o disposición resultase demasiado alejado al gris plomizo que, según parecía, debía imperar entre aquellos tabiques desnudos.

Es evidente que el globo verde, el globo rojo y el globo violeta podían sentirse justamente agraviados. Con cada crepúsculo llegaba el momento crítico en el que habían de volar a esconderse si querían salvar sus vidas. Eran perfectamente conscientes de que su final estaba cada vez más próximo. La paradoja consistente en que adelgazar los iba haciendo más y más pesados los condenaba sin remisión. Al día siguiente podrían ya no ser capaces de escabullirse con la suficiente rapidez, y después de eso únicamente les aguardaba la estocada fatal en la cocina y el tétrico sepulcro de un cubo amarillo chillón revestido de una bolsa también amarilla repleta de plegados tetrabriks de leche Pascual, bandejitas de plástico transparente y envases vacíos de Actimel. Sin embargo, esos instantes de pavor y dramática lucha por la supervivencia no competían a todos, ni mucho menos. Y esto no parecía justo en absoluto. Algunos de los que habían arribado a la vivienda el mismo día que ellos eran objeto de un trato bien distinto. Preferente, podríamos llegar a decir. No aquella desdichada piñata de Bob Esponja o aquellos sugus de infausto destino, por descontado que no, ni tampoco las elegantes cadenas de cartulinas de colores que tanto tiempo había llevado confeccionar y tan poco costó arrasar a una enfervorizada turba chiquita. Eran los otros. Los muñequitos dichosos. Las figuritas sonrientes de la gran caja azul eléctrico, esa gentecita sosa e insignificante. Y es que en virtud de una razón desconocida, algo que un globo estaba muy lejos de comprender, los dos niños podían sentirse bastante tranquilos respecto a sus nuevos juguetes. Incluso los adultos respetaban y encarecían a aquellos advenedizos de allí abajo, duros y aplastados contra el suelo, apenas unos bultitos en lontananza. Algo raro pasaba con ellos.

Ninguno de los globos supo jamás quién era el responsable de haber introducido las figuritas en el domicilio. Bastante tenían con lo suyo. Resultaba más que verosímil que hubiesen entrado el mismo día que su aéreo linaje, eso sí, pero desconocían todo lo demás. Demasiado ajetreo como para fijarse en ese detalle concreto. Luego, a la luz de los inquietantes acontecimientos que vinieron después, los globos lamentaron no haber estado más atentos. Hubiesen dado cinco centímetros cúbicos de aire por conocer la identidad del individuo que trajo consigo la gran caja azul eléctrico en el Gran Día, por saber qué clase de hechicero o de bruja estaba detrás de todo el asunto, si tal vez sería la suegra de ella, que era precisamente la única persona a la que habían oído referirse de tal modo en el breve plazo de su estadía en aquel hogar. Al final se quedó lamentándolo ya solo el globo rojo, porque a esas alturas de la historia era el único que seguía vivo, y eso gracias a estar permanentemente agazapado detrás del equipo de música hi-fi, en compañía de pelusas desastradas, un antipático cromo de Van Nistelrooy con la camiseta del Málaga y una bolita de Miel Pops muerta de miedo, que a saber cómo había terminado allí. No mucho antes, los globos todavía habían podido intercambiar ciertas impresiones, y en sus charlas fluidas y poco densas el misterioso caso de las figuritas había ido ocupando más y más espacio. Los acontecimientos insólitos que se fueron sucediendo en aquel lugar justificaron el interés morboso de los tres hermanos; luego, tras la captura y asesinato del globo verde, de los dos restantes; y por último, los pensamientos obsesivos del postrer superviviente de su especie, el minúsculo globo rojo. Cuando al fin lo descubrieron también a él, lo poco que podía ofrecer a sus captores, un par de garrulos que vestían el uniforme de una empresa de mudanzas, no era más que una especie de cerecita de plástico, y ya hacía mucho tiempo que la historia que nos ocupa había concluido trágicamente. Pero nos estamos adelantando; no es esta la manera apropiada de contar las cosas. Quién fue el responsable de que las malignas figuritas entraran en la casa, en resumen, es uno de los arcanos que esta narración se ve incapaz de revelar.

(CONTINUARÁ)

Ignacio Sánchez


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