Debemos un admirable retrato colectivo de los nuevos muñequitos al arrojo del globo verde. No alcanzaba el volumen del globo violeta, eso ya lo sabemos, pero mantenía mejor la línea esférica. Podríamos considerar que estaba más en forma y que aún contaba con la salud suficiente como para desplazarse por su propia voluntad. Por lo menos en el ecuador de su existencia, cuatro o cinco jornadas después del Gran Día.
Entonces ya era el único que se arriesgaba a deambular por las diferentes habitaciones de la casa, exponiéndose a la contingencia de ser descubierto por los adultos. Fue él y no otro el primero que reparó en la embelesada atención que los dos niños prodigaban a las figuritas sonrientes, el que lo puso en conocimiento del globo rojo y del globo violeta. También este último se atrevió a acercarse al cuarto de juegos en una ocasión, es cierto, pues tanta era su curiosidad. Según le había relatado el globo de carita siniestra, aquello era el imperium in imperio de los recién llegados. El violeta quería verlo con su propio nudo, así que la berenjenita bulbosa se arrastró penosamente hasta alcanzar la alfombra de colorines que marcaba la frontera de aquel reino pueril. Pronto se hizo cargo de la situación. Bastó echar un vistazo para reconocer la exactitud de lo descrito por su hermano de color verde. No quiso exponerse más, pero nada de lo que vio le había gustado un pelo. Hubiese preferido dormir sobre la cama de un faquir a pasar la noche rodeado de esos aviesos muñequitos. Saltaba a la vista: eran mala gente.
El grupo de figuritas estaba compuesto por tres hombres, cuatro mujeres, un amenazador lobo de ojos rojos y un soberbio equino alado de incierta sexualidad. El caballero de armadura dorada y penacho con pluma negra ejercía notoriamente de jefe supremo entre los varones. Una sonrisa funesta y unos ojos entornados constituían las principales manifestaciones de su gran e inabarcable maldad. El guerrero con barba de cinco días y gola de cota de malla y el soldado de gesto malévolo y armadura gris eran sus fieles secuaces. Una fea inquina los dominaba también, pero carecían de la creativa y original nocividad de su superior. De entre las damas, la princesa con falda verde de miriñaque, rubia y con el pelo largo y suelto, cumplía el mismo papel que el caballero de armadura dorada. Por debajo de ella se situaban tres elementas de cuidado: la princesa-hippy malva de corona de flores, morena y con una gruesa trenza por la espalda, la princesa lolita de pelo corto y collar de cuentas, tan rubia como su capitana, y el hada-niña de alitas rosas y pies descalzos, castañita y de pelito corto, cuyo tamaño poco podía decir acerca de su terrorífica malignidad. Hasta la princesa con falda verde de miriñaque daba la impresión de temerla.
Todos formaban, en conjunto, un grupo muy poco recomendable. Y se les veía venir. Primero se hicieron con el control absoluto del cuarto de juegos, en donde instauraron una dictadura del terror. Para ello engatusaron fácilmente a los dos críos, que no ofrecieron ninguna resistencia a sus falsos encantos ni a sus astutas maniobras. Luego, mediante un uso torticero de sus múltiples accesorios, los muñequitos fueron ensanchando sus dominios; allí adonde llegaban sus peinecitos, espaditas, brazaletes o cascos, al instante se consideraba parte indisociable de su territorio. El próximo paso resultaba obvio para cualquiera con un mínimo de inteligencia: la conquista y colonización del resto de la vivienda. En la cuarta jornada tras el Gran Día consiguieron que se los metiera en el baño de los papás, incluso que se los introdujera en la misma bañera, y en la quinta ya se paseaban por las literas del dormitorio infantil con afectada displicencia, aunque su verdadero objetivo siempre fue el frío salón minimalista. Esa estancia la hollaron a la tarde siguiente. Confiados en su ascendente sobre los niños, campaban por sus respetos en cada metro cuadrado de parqué, y aun escalaban de vez en cuando a mesas y estanterías, mofándose por el camino de todos aquellos que, como el globo verde, el globo rojo y el globo violeta, disfrutaron alguna vez de una mínima parte de su protagonismo.
En cuanto a soberbia y presunción, los muñequitos perversos no entendían de límites. Desde el principio dejaron claro a todo el que quisiera escuchar en qué consistían sus maquiavélicos planes. La princesa con falda verde de miriñaque era algo más precavida, pero al caballero de armadura dorada y penacho con pluma negra y a la princesa lolita de pelo corto y collar de cuentas les encantaba ufanarse de sus proyectos en público. Su objetivo declarado, del que cualquiera podía enterarse sin dificultad, era funcionar como cabeza de puente de una invasión masiva de sus congéneres. Una especie de quintacolumnismo desfachatado. La cosa no sonaba a simple bravuconada. Al parecer, en determinados locales del exterior descansaban cientos, tal vez miles de cajas de azul eléctrico repletas de figuritas de su misma calaña. Aguardaban pacientemente a que llegara su turno en el interior de esos recipientes de cartón, sin languidecer, sin que su insidiosa sonrisita se borrara ni por un instante, siempre en las estanterías centrales y mejor iluminadas y en las más accesibles de todas, seguros de su invencible capacidad de seducción. Y según tenía la poca vergüenza de afirmar la princesa-hippy malva de corona de flores, en el momento en el que los de su clase entraban en una vivienda ya no hacían sino alimentar una continua y machacona demanda de nuevos individuos, y estos, a su vez, merced a sus variados accesorios y renovadas características, incitaban la adquisición de más y más figuritas. Este círculo vicioso se retroalimentaba sin cesar. De su término, nada se sabía; de sus consecuencias finales, aún menos. El globo violeta suponía que el afán de conquista de los muñequitos se salía de madre hasta entre los de su propio género, que eso no era una cosa normal, que tal vez estuviese motivado por el hecho de pertenecer a una colección ambientada en la violenta Edad Media de los humanos. Pero qué más daba, respondía el globo verde, a santo de qué ocuparse ahora de eso. Elucubraciones de ese tipo eran lo de menos; las figuritas estaban allí y punto. Constituían la amenaza de un nuevo y desconocido orden mundial. En última instancia, a qué respondía su insaciable sed de poder y de dominio, de eso ninguno de los tres globos podía hacerse ni una idea aproximada.
La tiranía de los recién llegados destrozó la aceptable armonía que imperaba entre los moradores originales del cuarto de juegos. Siempre se había tratado de un equilibrio algo precario, asunto que tampoco deberíamos silenciar, pero si resultaba de tal modo, como en efecto sucedía, solo era debido a la natural volubilidad de los niños, nunca a los manejos ladinos de alguno de los residentes. En general, todos se encontraban en buenos términos a excepción del arco y las flechas con ventosas, que siempre iban a lo suyo. Hasta que llegó el Gran Día, el único problema que había atenazado a los juguetes había sido el de la inconstancia de los afectos de los dos críos, porque respondía a factores ignotos e imprevisibles y se traducía en una sucesión de modas y favoritismos que perturbaba hondamente la psique de muchos de ellos. Como consecuencia, el carácter de un numeroso grupo se había vuelto ciclotímico. Muchos eran incapaces de sobrellevar una existencia marcada por periodos de excitación sin cuento seguidos de otros de abandono y depresión. Tan pronto se podía considerar a los Hot Wheels como los reyes del mambo que a Mr. Potato el amo del corral. Este último padecía terriblemente cuando se descubría en el fondo del cajón de los cacharros, humillado y separado durante semanas de sus dos bocas, sus cuatro narices y sus ocho piezas de vello facial. Suerte si podía conservar las gafas. En todo caso, era cuestión de rachas pasajeras. Nada verdaderamente grave. Pero el advenimiento de las figuritas de la caja azul eléctrico lo cambió todo. La manera en que su llegada trascendió en la marginación del resto de los juguetes no tenía parangón en la historia del cuarto de juegos. Ni el más anciano del lugar, el osito blanco de peluche con el hocico desecho de tanta succión, recordaba algo semejante. Bien se veía que el tiempo de las subidas y las bajadas y los cambios de tendencia se había acabado con la venida de los muñequitos. No era como otras veces. En adelante estarían ellos y, muy lejos, todos los demás. Y frente a esto no se adivinaba mucho margen de acción. Algunos trataron de resistir la acometida, por supuesto, como el cuerpo de bomberitos de plástico. Intentonas de ese tipo solían terminar como el rosario de la aurora. La única recompensa a su temeridad fue la de acabar en el mismo cubo amarillo que tan gran espanto provocaba en los tres globos. Aquello resultó verdaderamente trágico porque, como en cualquier otro lugar, allí a los bomberos se los tenía en especial estima. En cambio hubo objetos, probablemente los más listos o los de menor escrúpulo, que se acomodaron a las circunstancias. Esta adaptación pasaba por asumir un rol secundario y poner al mal tiempo buena cara. Y obedecer a todas horas, desde luego; cumplir sin rechistar la voluntad de los nuevos amos. Entender que lo máximo a lo que ahora se podía aspirar era a alcanzar una cierta complementariedad con las figuritas odiosas. Este fue el camino que tomaron las estiradas piezas de Lego. Toda su inteligencia nórdica solo les sirvió para acabar ejerciendo de kapos del lager. Ordenadas y racionales como eran, pronto se percataron de que tenían un aliado potencial en el equino alado de incierta sexualidad. A diario los dos críos edificaban con ellas un sólido establo para el Pegaso bujarrón, con su techo y sus dos puertas, y así, aceptando un papel completamente menor, lograron ir siendo toleradas incluso por el hada-niña de alitas rosas y pies descalzos, que era la peor de todos. Había que andarse con mucho tiento porque, en definitiva, aquel que se negaba a someterse o a convertirse en un sucio colaboracionista estaba en peligro mortal. Con sus muchas malas artes, las figuritas sonrientes siempre encontraban la forma de convencer a los niños de lo pertinente que podía resultar deshacerse de un viejo trasto más. A veces los padres se comportaban con complicidad criminal, alentando y encareciendo semejantes escabechinas. Aunque inexplicable en sí mismo como fenómeno, era obvio que los adultos hallaban un extraño placer en arrojar al cubo de la basura juguetes por los que ellos mismos habían pagado dinero alguna vez. Ver para creer. El mundo de los hombres era inopinadamente raro.
El globo verde funcionaba de correveidile de sus hermanos rojo y violeta. Sin embargo, no estaba en condiciones de observar con total detalle cada uno de los avatares del cuarto de juegos que venimos contando. Entendió en profundidad unos pocos e intuyó acertadamente la mayoría. El clima de terror impuesto era tan denso que casi se podía cortar con las tijeritas de las uñas. De algunos temas nunca tuvo verdadera constancia, lo que hay que excusar en razón de su declinante constitución y de los grandes riesgos que lo acechaban. De cualquier modo, fue capaz de conocer de primera mano los perturbadores acontecimientos que se fueron desarrollando después. Algunos los presenció en directo desde lo alto del armario del pasillo, atalaya privilegiada a la que logró ascender con grandes esfuerzos en la madrugada del viernes. Desde ese momento el globo rojo y el globo violeta esperaron sus noticias con más ansiedad que nunca, caracoleando nerviosamente sobre sus nudos, el uno detrás del equipo de música hi-fi, el otro debajo de la mesita Lack 200.114.13, o entre la pared y alguna maceta, la del ficus, por ejemplo, o al lado del ciclópeo montón de ropa para planchar.
(CONTINUARÁ)
Ignacio Sánchez
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