jueves, 29 de octubre de 2015

Yo solo quería que me llevaras a bailar (relato)


Yo solo quería que me llevaras a bailar al sitio nuevo, el de más allá de la estación, pero te empeñaste en ponerte aquellos zapatos de tacón que se te quedaban metidos en todos los charcos de la explanada donde ponen el mercado los sábados. Te había pedido que fuéramos callejeando porque me encanta escuchar cómo retumba tu taconeo de madrugada contra las aceras vacías, pero tú dijiste que si no atajábamos no llegaríamos a las últimas canciones de Tequila. Un zapato se negó a seguir tu ritmo y quedó varado entre el barro y la negrura, y harta de dar cojeadas abandonaste el otro cerca de la farola grande que hay donde entran los camiones a la explanada y donde los surcos son tan profundos que ya nadie habría podido adivinar el verdadero color de tus medias.

Ibas dejando unas huellas muy curiosas cuando enfilamos la calle del Barco y que cualquiera que se hubiera fijado al día siguiente habría visto que iban derechitas a esa tasca que todo el mundo llama “de la bombilla”, porque donde debería ir un cartel con el nombre solo cuelga una bombilla de un tono entre amarillo y blanco. Lo que no escucharía es la voz de quien cantaba dentro a lo Manolo Caracol y que te guiaba como si hubieras olvidado que un momento antes nos dirigíamos al local de moda. Así que allí estabas, subida de pronto en aquella mesa verde, embadurnándola con tus pies sucios y mezclando los restos de lodo que traías con los cercos que habían ido dejando durante toda la noche los vasos de vino y cerveza. Yo te miraba embelesado con tu bolso entre las manos sin darme cuenta del peligro hasta que diste el primer resbalón, y entonces me abracé con fuerza a tus piernas a la altura de las rodillas hasta que tres o cuatro de aquellos hombres me apartaron con violencia para que siguieras bailando. Les excitaba verte dar traspiés sobre aquella superficie tan resbaladiza y ver tus medias hechas jirones que tú misma ensanchabas en tus arrebatos. Cuando decidiste quitarte la chaqueta para usarla de mantón ya no sabíamos dónde mirar, todo era fascinante: los pies mugrientos chapoteando por bulerías, las piernas asomando entre los desgarrones de las medias, las tetas zigzagueando entre las revueltas de la camisa, el pelo desordenado ocultando el rostro sudoroso del que solo asomaba la boca apretada… Y la música cesó. De repente te quedaste muy quieta y empezaste a recorrer el local con la mirada. Solo se oía tu respiración, fuerte y rápida. El ruido que hiciste al bajarte de la mesa apoyada en mi brazo quedó amplificado por el increíble silencio de aquellos rostros abotargados, que nos dirigían una mirada extraña mientras nos abrían paso para dejarnos salir. Fuera, el aire era mucho más frío de lo que recordaba. Solo dejé pasar el tiempo necesario para escapar del resplandor amarillento de la bombilla antes de empujarte contra la pared de la casa de al lado y rebuscar en tus labios un beso con sabor a barro y humo. En el momento que fui a arrancarte el sujetador noté por el tono de tu voz que habías recuperado la calma y lo único que pude arrebatarte fue la promesa, desde ahora insuficiente, de llevarme a bailar todas las noches.


David Rubio

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