Eso es lo que él me dice, que por qué no pruebo yo alguna vez, así que apunto como puedo al tronco de la encina y la bala se pierde entre las hojas, y todos se ríen, y la risa del señorito a mi lado es la misma que rasga las noches que arrastra a Carmen al molino, y me giro y hundo el otro cartucho en su barriga de cuadros escoceses y, mientras se tapa el agujero con cara de no entender, me doy cuenta de lo mucho que pesa la escopeta, y la dejo caer, y ya me retuercen los brazos pegados a la espalda y solo tengo ante mi cara sus botas sucias y oscuras.
David Rubio
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