El Miramar vivió su época de mayor esplendor a mediados del siglo pasado, cuando millonarios extranjeros inundaban sus mesas para ver actuar a estrellas del jazz llegadas de todos los rincones del continente y la sucesión de las fotografías con su fachada de estilo colonial en las portadas de las publicaciones especializadas en el género servía como crónica de sus innumerables ampliaciones.
Sus comienzos fueron mucho menos deslumbrantes. El Gordo Trinidad invirtió menos dinero que inspiración en transformar un viejo almacén del antiguo puerto en el pequeño local que se veía regentando en una de sus habituales corazonadas. El Gordo era un mazacote blando y gigantesco que a cada momento hacía aparecer como un mago un pañuelo del bolsillo para secarse el sudor que le resbalaba continuamente por la frente y las mejillas. No fue fácil la infancia del Gordo: su aparición nada inusual en los periódicos acompañado de celebridades siempre sonrientes hacía olvidar no sin esfuerzo a los lugareños la imagen de aquel crío enfermizo y solitario que la maledicencia dio en relacionar con las tragedias locales como si se tratara de un ave de mal agüero, cuando su presencia repetida en escenas de crímenes y lugares de accidentes y catástrofes era debida más bien a su carácter morboso.
Su manera de hacer
frente a ese aislamiento consistió en improvisar una suerte de religión
personal basada en el culto al destino y en la búsqueda de presagios en la
naturaleza según una liturgia delirante que le exigía levantarse antes del
amanecer para interpretar la forma y el color de las nubes en el momento justo
de la salida del sol, vigilar el mar durante horas para desentrañar los
designios de las mareas y, sobre todo, garabatear líneas en un cuaderno sin apartar
del papel la punta del lápiz ni desviar la vista del cielo. Estos garabatos
eran objeto de un análisis posterior encaminado a descifrar su significado a la
luz de un candil, en la intimidad nocturna de un dormitorio gobernado por un
perpetuo olor a aceite quemado.
Arsenio Trinidad
empezó a creer de veras en los presentimientos una tarde pegajosa y líquida en
que regresaba de la escuela municipal arrastrando su cartera de colegial. A
mitad del bulevar flanqueado por setos de hibiscos e impregnado por el aroma
casi masticable del jazmín, se detuvo a contemplar el paso del autobús urbano,
atestado de rostros que le miraban indiferentes a través de las ventanas sin
cristal. Todos los días aguardaba a la sombra de un flamboyán su desfile fugaz para
intentar atrapar al vuelo una sonrisa o un saludo. Aquella tarde, mientras el
autobús se escurría en busca de la siguiente parada ocultando su espalda entre
nubes de humo, un pequeño pájaro cayó a sus pies. Miró hacia arriba y sus ojos reflejaron
el rojo llameante de las ramas del árbol en flor, por lo que imaginó que el pájaro
había intentado huir de aquella especie de incendio que amenazaba con devastarlo.
Sostenía entre sus manos aquel frágil cuerpecillo de cuello dislocado cuando el
tañido impaciente de una campana atravesó los últimos jirones de humo desde el
extremo del paseo por donde había desaparecido el autobús. El tañido
desenfrenado anunció el paso rápido de un camión de bomberos y languideció al
instante para pregonar su presencia por los barrios cercanos. El niño apretó el
pájaro muerto en la mano y echó a correr por la avenida junto con otros niños
que, curiosos, seguían en la distancia la estela del camión. El sonido de su
campana llegaba amortiguado a causa de la distancia y de la lujuriante selva que
dominaba aquella parte de la ciudad, pero no había llegado a apagarse. La
columna de humo marcaba el lugar del incendio como una bengala en medio de la
oscuridad.
No cruzó
corriendo la cancela. Se quedó parado, jadeando la certidumbre que traía encerrada
en el puño desde la sombra del flamboyán. Aflojó la mano sin darse cuenta y el cuerpo
del pájaro se zambulló entre las hierbas que alfombraban el terreno entre la
acera y la verja de la casa. Sin advertir los empujones que recibía de quienes
entraban acarreando cubos y baldes ni reparar en el camión de bomberos, que
invadía, inmenso, el pequeño jardín, miraba hipnotizado la ventana del desván,
donde las llamas devoraban muñecas antiguas, latas con mejunjes olvidados y máscaras
y disfraces raídos. Pero, sobre todo, se cebaban con la colección de jazz y el viejo tocadiscos que,
incomprensiblemente, seguía emitiendo un solo de saxofón mientras justo debajo
de la buhardilla yacía sobre el suelo una figura que se contorsionaba en una
postura imposible: su hermano mayor había intentado escapar del incendio para acabar
resquebrajando las losas del porche.
Y es aquel
solo imperturbable de saxo que sale del tocadiscos y aquel muñeco desarmado en
el porche; y son aquellas llamas que danzan con los disfraces rotos y aquellas
portadas manoseadas de los vinilos que su hermano tanto le enseñó a amar lo que
realmente se esconde tras esa sonrisa triste que exhibe el Gordo Trinidad cada
vez que los grandes del jazz derraman
su talento en el escenario del Miramar y su mirada rueda entre las mesas abarrotadas
de millonarios extranjeros sabiendo que aquel local que levantó para colmarlo de
recuerdos nunca estará lo bastante lleno.
David
Rubio
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