viernes, 29 de enero de 2016

La niebla (relato)

Las reglas son sencillas y se las ha repetido muchas veces: caminar muy juntos en fila india y, si es necesario detenerse, anunciarlo en voz baja, lo justo como para que solo ellos puedan enterarse. Lo único que hay que hacer es andar mirando la espalda del compañero que marcha delante, taladrar con la mirada las arrugas de su jersey mientras se intenta no pensar en nada. Una arruga marrón oscuro se alisa y otra aparece al lado en un pequeño mar de lana que es todo el paisaje que puede verse en medio de esta niebla que lo devora todo. No parece difícil seguir las instrucciones, pero el Jefe hace otra parada para asegurarse y el pequeño grupo se amontona. Esta vez lo cierra una masa enorme con un impermeable que podría ser gris o verde.
—¿Y Vázquez?
La masa se encoge ligeramente de hombros sin mirar hacia atrás siquiera.
—¿Vázquez también?
La masa no responde pese a la insistencia del Jefe, que escucha durante unos segundos un silencio absoluto, se rasca la nuca y se asoma por detrás de la masa verde o gris como por obligación, porque tras las botas de la masa el sendero se pierde en una sustancia lechosa que todo lo borra. Sabe que no puede esperar a Vázquez, como no ha esperado a los otros, que no pueden permitirse ni una parada breve para descansar y, tras pasar revista por tres pares de ojos resignados, continúa la marcha.
Cada vez es más difícil avanzar, pero por muy intensa que sea la niebla puede comprobar cómo los pies se mantienen en medio del camino sorteando regueros y piedras. Basta con seguir la senda de la pequeña sierra para llegar al destino. Lástima que ahora no se vea el pueblo allí abajo, encajonado en el fondo del valle. Muchas veces ha recorrido este trayecto contemplándolo, viendo desde la altura de la ladera cómo las casas y las calles se ocultan para dar paso a otras mostrando un pueblo distinto a cada paso. Sentado y con tiempo para tratar de predecir desde allí el recorrido de la vieja que interrumpe el ritual de arreglarse el pelo para echar el cerrojo de su casa. Con esa bolsa de tela irá seguramente a por el pan, discurriendo por las calles sin acera hasta que deje de aparecer tras una esquina y se entretenga demasiado. Esta mañana no puede saberse por dónde anda la vieja. Hay que seguir caminando por la falda de una montaña que hoy no se distingue, cuatro bultos sin forma que se deslizan sobre un fondo que ya no existe.
Ya no existe el espacio ni tampoco el tiempo en un momento en que tanto cansancio no puede corresponder todavía a esta curva, ¿o es esa otra? No recuerda haber pasado ya por la curva donde un día, ya de vuelta, le recogió el cartero en su moto. Hoy la niebla ha borrado las curvas y el camino parece una cinta que alguien ha olvidado en un pasillo en penumbra.
Consulta el reloj. Deberían haber llegado ya, pero han perdido tiempo esperando a los primeros desaparecidos y ahora hay que apretar el paso. Antes de acelerar echa un vistazo hacia atrás para comprobar cómo van los demás y ve que la silueta de la mujer no queda enmarcada por ningún gigante gris o verde. Se para un instante esperando ver emerger de la niebla un impermeable enorme que nunca aparece y su mirada se detiene en la desesperación con que la mujer escudriña la niebla. Cuando se gira hacia el Jefe le pregunta ansiosa si ya tendrán suficiente, si ese hombre tan corpulento y su impermeable bastarán para calmar su apetito, si les dejarán de una vez tranquilos. Esto último en realidad lo ha gritado con rabia, pero la niebla blanda se lo ha tragado según se desprendía de sus labios y lo ha convertido en la queja de una niña malcriada. El Jefe le está respondiendo, ella ve cómo sus labios se mueven, pero está cansada de sus discursos y no le escucha. Está pensando en que debería adelantarse a Espinosa y dejarle el último lugar de la marcha mientras ella camina más segura en medio, aunque no confía en que ese flacucho saque a relucir precisamente hoy una desconocida vocación de caballero.
El Jefe interpreta el repentino arranque de la mujer como una muestra de aprobación de su desinflada arenga y se pone en cabeza con la intención de imprimir un paso más decidido para llegar cuanto antes, por lo que no ve cómo el hombre alto y delgado agarra con violencia a la mujer por el brazo para impedirle situarse por delante y cómo ella forcejea inútilmente golpeándole en la espalda sin obtener respuesta.
El camino se estrecha ligeramente y se estira para buscar la cima. Ahora solo se distinguen algunos árboles solitarios y el Jefe sigue buscando en ellos alguna referencia que le indique cuánto falta para llegar. En ocasiones le parece haberla encontrado y estar mucho más cerca de lo que pensaba, pero otras su ritmo decae para indicar que sus previsiones eran demasiado optimistas.
Si la niebla no lo hubiera mitigado, habría escuchado el amago de un grito y se habría dado la vuelta para comprobar que ya solo le sigue el hombre larguirucho del jersey negro de cuello alto, que camina más pegado a él que nunca desde que salieron de la casa grande. Por eso no puede saberse con certeza por qué se ha parado precisamente en ese momento y Espinosa se ha chocado con él como si fueran una pareja de ladrones inexpertos que intentaran robar algo en la desolación de la montaña.
No se dicen ni una palabra rodeados de un vapor blanquecino que ahora muerde y se escurre entre la ropa, que tiene dedos que desabrochan los botones y se introducen por los oídos y la boca en un intento desesperado de ocupar la máxima cantidad posible de ese espacio que ahora invaden dos hombres que parecen marchar a la deriva. Sin embargo, el Jefe aumenta el ritmo, más por desesperación que por decisión. No puede quedar mucho: no se ha separado del camino y la vegetación es baja.
—¡Vamos, Espinosa! —grita, más para animarse a sí mismo que al último de sus hombres. “El último de sus hombres”. El afán de seguir adelante y la desorientación causada por la niebla le han apartado hasta el momento de la idea terrible de no haber sido capaz de defender a su equipo, de guiarlo hasta la seguridad de la caseta de la montaña.
—¡Vamos, Espinosa! ¡Vamos! —grita aún más fuerte sin volverse y ya sabiéndolo—. ¡Vamos! —grita sin dejar de caminar y con las primeras lágrimas asomando en sus ojos porque ya lo sabe. Porque es más una sensación que otra cosa el comprender que va andando solo, aunque estire hacia atrás los brazos ciegos intentando agarrar algo que no es más que algodón frío y gris que se desmenuza entre los dedos.
La idea de que él cierra la fila, de que él es la fila, le hace aumentar de nuevo el ritmo. También la evidencia de que ahora es su turno. No deja de volverse a mirar a su espalda, aunque sabe que es inútil porque el telón gris lo sigue cubriendo todo, pero los minutos siguen pasando y casi le extraña estar allí todavía caminando entre las piedras.
De pronto la caseta es una aparición que se recorta como un cartel colgado en la pared y se detiene casi sorprendido. No le ha dado tiempo de pensar en cómo va a explicarles lo sucedido y tampoco lo tiene ahora. En cuanto cruce el umbral y se alcen todas las miradas lo verán llegar solo y le pedirán cuentas, le harán muchas preguntas, y él tragará una saliva áspera y seca en medio de un cansancio espantoso y mientras mira fijamente una lámina desprendida del suelo de madera les dirá que la niebla.


David Rubio





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