Iba a abrir la puerta del coche, pero hundí la mano en el bolsillo vacío del pantalón. En mi mente surgió como una fotografía la imagen de las llaves desparramadas sobre el mueble de la entrada de la casa de Antonio y Ana, junto a la cartera y las gafas de sol.
Llamé al portero automático y, después de
desgranarle el inventario de lo que había olvidado en su vestíbulo, Antonio me
preguntó con la sorna de haberse acostumbrado a mis despistes: “¿Seguro que no
te has dejado nada más?”
Estas palabras rebotaban entre las
paredes del ascensor y, mientras subía despacio, intentaba restar importancia a
esta manía mía de ir sembrando mis cosas por todas partes.
Al final del largo pasillo de la quinta
planta encontré la puerta entornada. Cuando la empujé, me vi a mí mismo sentado
en el sillón del salón, esperándome, con el abrigo puesto y la mirada fija en
el umbral.
David Rubio
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