Con motivo de su quinto cumpleaños, aquellos padres progresistas le habían regalado a su hija una hermosa muñeca negra. El resto de familiares y amigos presentes en la celebración ponderamos con entusiasmo el cívico juguete. No había caído en saco roto: a la chiquilla no se la vio separarse de su recién bautizada Negrita en toda la tarde.
Cuando me llegó el momento de abandonar la fiesta, entré en la habitación de la niña para darle un beso de despedida. De inmediato advertí algo extraño en Rubita, la muñeca que hasta entonces había ocupado sus preferencias. Yacía en el suelo con uno de los cinturones del padre anudado en torno al cuello. Preguntada acerca de tan extraño suceso, la niña fue del todo transparente: a partir de ahora, a Rubita le tocaba ser la esclava de Negrita.
Ignacio Sánchez
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